jueves, 27 de marzo de 2025

4-Soltá un poema, también


En los primeros encuentros, leyendo a Hebe Uhart, estuvimos transitando el territorio de la anécdota. Un territorio que habitaremos muy a menudo en el taller. Y la anécdota también es materia poética. Sobre todo, si la juntamos con la ternura. Vean si no, estos poemas:


Ojalá siempre seas mi amiga

El trabajo a veces nos quema la cabeza.
Así que llamé a Silvita
y le conté que me sentía mal.
Ella me consoló algo así como que
la culpa no sirve para nada.
Que las cosas tienen que
sumar o sumar.
Que el que mucho abarca poco aprieta.
Pero que hay dos momentos diferentes:
Momentos para abarcar.
Momentos para apretar.

Ahora destapé una y calenté las lentejas.
Y quiero decirle a mis alumnos que me perdonen
por las veces
que en vez de pedirles que me escuchen
les digo que se callen.
Por los porque sí, los porque no.
Mandonearlos. No conocerlos bien.
Tratarlos de usted. Señalarles la vergüenza.
Enojarme con el desgano.
Calentarme con el desamor que tienen por las cosas
que a mí se me viene a ocurrir
que están buenas.

Por ese afán absurdo,
al que obedezco por obrera,
de ordenar las filas –rotas–
parándolos encerrados en baldosas,
separados uno detrás del otro:
—¡La mirada al frente!
¡Está prohibido darse vuelta!
(Casi siempre me doblo y les sonrío bajito
o les acaricio el hombro
cuando le cantamos a la bandera).

No puedo adoptarlos
ni llevarlos a todos de la mano.
En este tiempo se supone que comprendí
que no voy a cambiar la escuela:
sólo soy una maestra.
Hacemos lo que podemos, la piloteamos.
Nunca les voy a regresar al Tata y a Mayra
su madre muerta.
Ni le sacaré las ojeras a Valentín.
Ni volveré a saber nada de Yésica.

Sentir que no se puede cambiar nada
es la que más raspa de las violencias.

No sé cómo explicar algunas cosas
para que se entiendan.
Por eso a veces reparto papel glasé de a montones,
fotocopias con sopas de letras
y lleno los pizarrones de dibujos.
¿Cómo amamantar la hambruna
de los cachorros de otras fieras?

Ojalá pudiera calentarles el agua.
Despiojarlos. Empacharlos.
Llenarles de crema la piel seca.
Invitarlos a pasear.
Tener un regalo para cada cumpleaños
y no esos tontos tirones de orejas.

Una vez hice algo por uno:
le mostré cómo atarse los cordones
con una imagen simple:
un cordón doblado es una orejita de conejo.
El otro cordón doblado,
es como una orejita también.
Después una acción un poco menos sencilla:
apoyás una orejita sobre la otra como una cruz.
Pasás la oreja de arriba por debajo de la otra
y tirás.
Así se fabrica un moño.

Espero que algún día, cuando necesite trabajo,
él pueda decir:
—Sé atarme los cordones.
Y su futuro patrón lo abrace con alegría.

Y que cuando los chicos del barrio le pasen la
bolsa él diga:
—Sé atarme los cordones.
Y los chicos le respondan:
—Perdonanos, ni sabíamos.
Y que cuando su novia dé a luz él diga:
—Sé atarme los cordones.
Y todas sus cosas sean hechas nuevas para siempre.

También sería muy bueno
que cuando su hijo lo haga enojar
él, arrodillándose,
le agarre los cordones y le muestre:
—Primero una orejita de conejo, después la otra.
Las cruzás en cruz. Hacés la parte difícil que es
pasar una oreja por debajo de la otra y tirás.

Ahora nada sabemos,
ni tenemos maneras de saber.
Nadie sabe el poder de un nudo bien hecho
(un moño es un nudo, sólo que hecho con belleza).

Lo que ahora sé
es que con suerte pagaré las cuentas,
ahorraré un poco para el verano

y me tomaré esta cerveza
que, con un poco más de suerte,
me ayudará a dormir.

Marie Gouiric (Bahía Blanca, Argentina, 1985)


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Perfeito

 

Mi viejo decía perfeito, no perfecto,

y a mí me agarraba un sopor nervioso

y me quería morir. O que se muera.

Después de todo era preferible ser muerto

o huérfano

antes que tener un padre que diga “perfeito”.

Encima lo decía a cada rato

porque el término había ingresado

a la jerga comercial de la época.

Si lo acompañaba a vender bombachas

a Basavilbaso, prefería quedarme en el auto

escuchando casets, leyendo un Emecé sin tapas

de Niko Kazanzakis

antes que pasar calor en los negocios

escuchando a mi viejo cada dos por tres

decir “perfeito”.

Me sonaba brasilero y algo porno,

además de la descalificación que le acarreaba

ese error de dicción

a un hablante correcto de su lengua.

Él no había terminado el sexto grado.

A mí me apretaba el cuello una corbata

de bachiller

y a los 12 era un neurótico de la gramática

y de las oraciones.

Entiendo que mi viejo también soportaba

andar con Fray Mamerto Esquiú de acompañante,

pero así son las cosas. Mi historia.

Un viaje en break con el mate estrellándose

contra los vidrios del Renó.

Mamá que saca cuentas, papá en su paraíso

de lycra y notas de pedido.

Los hermanitos atrás

rogando que los dejen juntar de ese campito

un cachorro con sarna.

¿Cuánto suman las facturas, Susana?

257.000 pesos.

Perfeito.

 

Fernando Callero (Entre Ríos, Argentina, 1971-2020)


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 ~CONSIGNA DE ESCRITURA~

 

En estos poemas está muy presente la ternura, aunque sin nombrarla. Son tiernos sin ser cursis ni melosos. Hay anécdotas y hay mirada poética, con muchas imágenes sensoriales. 

La consigna de hoy es escribir un texto, puede ser en prosa, puede ser un poema. En este texto no vamos a hablar de la ternura desde la razón, la definición, la explicación, sino que vamos a construir un texto poético que parta de una anécdota, que trabaje con imágenes sensoriales, que esté ligada a la ternura.

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La canción del día: hoy les regalo una canción que ya conocen, seguramente, pero en una versión que me gusta mucho. Se trata de Un vestido y un amor en la voz dulcísima de Caetano Veloso. Cuánta ternura... ¿no?



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LOS TEXTOS DE USTEDES


Lauri
 
La Tejedora 
 
Estás en tu sillón preferido
¿te cuento un cuento?
                                              había una vez
                                              una tejedora que se encargó
                                              de vestir a todos los niños
                                              de su familia
levantás la mirada
parpadeás lento
                                              bufandas, ponchitos
                                              guantes y pasamontañas
tus manos me escuchan
tus dedos bailan torcidos
 
                                              la tejedora comenzó
                                              a necesitar más lana
                                              los niños crecían
                                              pero ella no quería que pasaran frío
 
intentás acomodar el cuerpo                                            
y estirás la curva de tu brazo
                                               la más pequeña ayudaba
                                               siempre cerca de la tejedora
                                               atenta a la canasta para que el gato
                                               no jugara con los ovillos
aparece una sonrisa
 
                                               la tejedora nunca dejó de tejer
                                               con sus manos al principio
                                               con sus abrazos después
y erguís tu espalda
asentís con un gesto conocido
                                               los niños ya grandes
                                               aunque extrañaban
                                               las bufandas y los guantes
                                               nunca más sintieron frío
                                                
(como cada tarde, no sé cómo seguir…)
 
mañana te cuento otro   
y si sale el sol vamos al parque
 
Ahora, se te enfría el té, ¿te ayudo?
 
 

Guada
La muñeca Jenn
 
Un día de primer grado, todas las chicas nos pusimos de acuerdo para llevar nuestra muñeca favorita. Me acuerdo lo emocionada que estaba, mirando entre todas las que tenía cuál iba a llevar. La elegida fue Jenn.
Llegué al colegio con mi muñeca en la mochila. Esperé ansiosa que llegara el recreo, no podía esperar a que todas vieran lo linda que era.
Sonó el timbre, agarré a Jenn y bajé corriendo las escaleras hasta el patio. 
Y ahí, me sentí fuera de lugar.
Todas tenían barbies de marca, con el pelo desenredado, la ropa limpia, articuladas.
Yo miré a la mía. Ni siquiera era una muñeca barbie. Era un peluche de una chica de uno de mis programas favoritos, "Hi-5". Tenía una sonrisa enorme, que ocupaba gran parte de su rostro. No era de marca, no podía peinarla ni cambiarla.
Por un momento pensé que se iban a reír de mi por llevar una muñeca que medía 3 veces más lo que median las suyas.
Pero lo que sucedió, me sorprendió.
Al parecer todas miraban el mismo programa, y en cuanto la vieron, dejaron sus barbies a un costado para admirar a Jenn.
Estuvimos todo el recreo jugando a tirarla para arriba y agarrarla. 
Nadie jugó con las muñecas de marca.
 
 

Claudia
Carita tramposa
 
Pasó casi un año y medio de ese cruce tornado de miedo en el portal de la puerta corrediza del living. Un tiempo lo suficientemente prudente y será por eso que me animo hablarte. No creas que olvidé tus caricias ni tus enojos cuando era yo quien te abrazaba más de la cuenta.  Tu llorar ante el primer baño, pero que poco a poco te empezó a gustar, especialmente durante los días más calurosos del verano. Traté de buscarte en rostros diminutos o en pelajes grisáceos. Pero, aunque fue en vano, sé que estás en el aire que nos inmuniza, soplando a través de las ventanas.
En estos días, vienen una cascada de preguntas a mi mente ¿Y el día que te perdiste? Un silencio amargo inundó la casa. Apenas cenamos y ninguno pudo conciliar el sueño aquella noche. Te encontré en el patio del vecino a la mañana siguiente. Hasta hoy no dejo de preguntarme cómo llegaste hasta allí. Solo cuando me viste, te acercaste únicamente a mí. Porque tenés que admitir que eras bastante arisca con los extraños.
¿Y el secador de pelo tan ruidoso que nos sorprendió a ambas? Dado que, no pude percibir la magnitud de tu miedo ante sonidos bruscos y que culminó con ese pequeño rasguño en el brazo. Pero no dolió porque aprendimos juntas a conocernos, entre susurros de miel y miradas cómplices.
¿Y tus amiguitos del barrio que merodeaban la terraza en los meses estivales? ¿Sería por vos o por el pedacito de hígado que crujía en la plancha? El alimento balanceado era muy aburrido para comer todos los días. Y aunque la veterinaria nos decía que comas solo eso, todos a escondidas, rompíamos las reglas. Y no faltaba, quien te alcanzara una cucharadita de queso crema o de yogurt de frutilla. Recuerdo tu chillido ansioso, al abrir una latita de atún o como te desesperabas por el filet de merluza que compraba en la feria.
Escucho decir a veces que ustedes son un poco antisociales. Creo que más que eso, es que tienen mala prensa o en algún momento la tuvieron. Una amiga me dijo una vez, que quien tiene gatos como mascotas, los va a elegir siempre. Y sí, tenía razón, después de nuestra experiencia lo comprobé. Nadie permanecería indiferente ante ese ronroneo, que nos consuela de las adversidades del día a día. Ese sentir indescriptible que solo conocemos los que tuvimos un felino en nuestro pecho. Sobre todo, ver esa imagen de ojos curiosos parpadeando arriba de una montaña de libros.
¿Te acordás del último libro que leímos juntas? Fue allá por ese mes de agosto después del mundial y leímos 1984 de George Orwell. Recorrimos muy despacio, página por página ese texto, que se mezclaba de sabor a mate y despedida. Y vos, tan astuta y difícil de engañar… hoy te imagino guiñándome un ojo, yo entendería perfectamente lo que estás pensando. Ni siquiera podrías imaginar cómo cambio todo desde nuestro último domingo de lectura. Miro el sofá blanco con las huellas que dejaste y te veo durmiendo. Probablemente, en unos meses ya no estemos acá. Nos mudaremos a un lugar más chico y es lo que más deseo ahora. La casa se llenará de cuerpos y de voces nuevas, pero no tengo dudas que alguien, allí, sentirá tu abrigo cubriendo las paredes.
    
 

Adri
Abuela Ana
El portón hacía un chirrido agudo que nos alertaba si alguien entraba. No había timbre, pero la gente golpeaba las manos y esperaba que atendiéramos, entonces mi hermana y yo salíamos corriendo y chocándonos para llegar primero a abrir.
La abuela no llamaba, entraba. Ella fue la única abuela que conocí, se llamaba Ana, era la mamá de mi papá. Ese día llegó como solía llegar, inesperadamente, sin avisar.
Papá se levantó de un salto y fue rápido a abrir la puerta cuando vio desde la ventana que era ella la que abría el portón para entrar, sin llamar.
A mamá siempre le cambiaba la cara y el humor cuando pasaba eso, y decía cosas entre dientes que yo no entendía. Papá salió tan rápido que nosotras no llegamos a correr a recibirla, se abrazaron y entraron. Yo me colgué de la falda de la abuela y mi hermana, que era más grande y alta que yo, se agarró de su brazo. Como siempre sacó de la cartera dos bananitas Dolca y dos chocolatines Jack, esos que traían un juguetito que se me perdía y yo lloraba y mi hermana se reía y me cargaba y cuando se distraía yo le sacaba el juguetito y me lo escondía, entonces la que lloraba era ella. Mamá se ponía a cocinar mientras papá y la abuela charlaban, se reían y decían cosas de grandes que no querían que escucháramos, por eso nos mandaban a jugar afuera.
Ese día estábamos pintándole la cara a una muñeca cuando escuchamos a papá y mamá hablando fuerte, más fuerte, gritando. Yo quería entrar, pero mi hermana decía que nos iban a retar. Nos quedamos sentadas en el suelo, con la muñeca titada a un costado, agarradas de la mano que a mi hermana le temblaba un poco, y también le temblaba un poco la pera y el labio de abajo; hasta me abrazó, que era raro, y apoyó la cabeza en la mía. Se escuchó un golpe fuerte en la mesa y mamá que se puso a llorar, yo también tenía ganas de llorar. La puerta se abrió y salió la abuela con su cartera en la mano, caminando apurada, seguida por papá que la agarraba del brazo, pero ella lo sacaba; se agachó, nos dio un beso en la frente y caminó con sus zapatos marrones haciendo ruido hasta la puerta, le dijo algo a papá que no entendí y se fue.
Por mucho tiempo la abuela no volvió a venir, hasta que una tarde de verano la vimos parada en el portón que ya no chirriaba porque lo habíamos cambiado, pero esa vez golpeó las manos.    
 
 

Laly
Caminé por la Avenida Alameda 
Que tantas veces nos cubrió de sombras 
Hoy sé que te la recordé... Sin dudas
 
Sentí repentinamente tu mirada  
No sé cómo pasó
Un escalofrío me invadió 
Adiviné tu presencia tan cercana
Y a pesar de no oír tu taconeo
Volví la mirada y te busqué 
 
Fue inútil
No te vi
 
Al menos tu perfume sintió ternura por mí
Impregnó mi espacio y quedé inmóvil
Apreté el recuerdo y en mí sonó tu voz 
que rauda y temerosa escapó de ahí 
Adiviné tus lagrimones negros y entintados 
por el disfraz de lo que fue tu vida
Me rozó una suave brisa y acarició apenas 
como tu aliento 
y éste luego me ordenó seguir 
 
Quedé esperando otro encuentro 
quizás sin tu voz, sin tu mirada 
y sin la magia de tu presencia
 
Definitivamente lo sé... eso sucederá



Martín
 
Con los pies derechos
 
Con sus dedos finos y manos chicas
no logran ajustar los cordones
se desatan y se ensucian
y se ensucian las manos
las manos ensucian la boca y los ojos también.
 
Comencé a atar sus cordones
mejor que ellos con sus pequeñas manos
Así fue en el jardín de infantes,
en los cumpleañitos,
en la pista de patín,
los patines primero
las zapatillas después.
Las medias
la roña de las medias
no hay nada que yo pueda hacer
excepto decirles:
–¡Qué mugre, amigo!
Crecen
sus manos se hacen fuertes
las mías duelen cada día más
Crecen
ya no necesitan caricias invisibles.
Ahora andan en Crocs con los tobillos torcidos.
Solo puedo decirles:
–¡Los pies derechos, nene!


Rosana
Día de los enamorados

 

11 de febrero de 1967

Querido diario:

                               Me enamoré.

 

12 de febrero

Diario de mis secretos:

                               Ayer solo pude escribir esas dos palabras. ¡Es que nunca me había sentido así! 

Pero no es por eso que te dejé abandonado desde la navidad. Es que, de regalo, “Papá Noel” me trajo al amor de mi vida. Lo vi en la contratapa de su libro. ¡Ay! ¡Este sentimiento tan lindo y extraño que me imagino es el amor! ¿Cómo voy a hacer? Me lo paso pensando en Wence. ¡Ya lo leí tres veces, al mismo libro! ¡Qué locura! Por eso no estuve escribiendo. Me estuve enamorando.

 

14 de febrero

Diario querido:

                               Todas las noches me duermo con el libro sobre el pecho y por fin anoche pude soñar con él. Aunque quisiera no podría olvidarlo, pero voy a intentar dejar por escrito uno de los momentos más hermosos que viví desde que nací. Bueno, no hace tanto, hace apenas doce años. Pero es así, fue el sueño más bonito de todos mis sueños, de todos los que quería tener y tuve hasta hoy. Yo golpeaba la puerta de madera blanca de una casa, estaba muy bien pintada, brillante. Alrededor del marco había muchas flores. El sueño era en colores, veía el rosado de las rosas chiquitas y los centros amarillo cremita que sobresalían de un blanco como algodón del jazmín. Golpeaba tres veces, lento y suave pero no sabía por qué estaba allí y mientras esperaba que alguien abra la puerta, me ponía a oler las flores. Como mi cuello estaba estirado, el mentón elevado y los ojos cerrados, cuando se abrió la puerta me puse colorada (¡parecía que estaba esperando un beso!) Así que abrí grande los ojos, echándome para atrás, acomodándome un poco la ropa, como planchando mi vestido. No te dije, en el sueño tenía un vestido hermoso, con tiritas en los hombros, que se movía con la brisa que traía el mar. Tampoco te dije que la casa con marco de flores tenía como fondo un mar azul ¡tannn azul! Y el cielo, ahhh el cielo ¡tan azul también! Que ahora me acuerdo que mientras esperaba pensé: el amor es azul.

Qué locos son los sueños. Yo saltaba para atrás tan rápidamente, pero cuando la puerta se abría, lo hacía como en cámara lenta. Mis ojos que ya estaban abiertos por haber sido tomada por sorpresa, se volvieron más y más grandes, hasta ocupar toda mi cara cuando lo vi a Wence aparecer con un pantalón y una camisa blancos, de una tela liviana que dejaba ver algo del cuerpo de él. ¡Se veía tan lindo! Toda su silueta contrastaba con la habitación también azul. Lo vi, lo vi lo vi! Y me desperté.

Intenté volver a dormir, pero no pude. ¡Recién me doy cuenta de que es el día de los enamorados! Será por eso que soñé con él. 


Kari

Alas compañeras 
No es uno
de mis mejores días
Aún así
elijo mirar el cielo
azul
casi sin nubes
y pienso que
a pesar de la
inmensidad
me cubre
Una mariposa
se asoma ante mí
un poco tímida
al principio
Creo que me pide
que la siga
Yo voy hacia
la misma dirección
Y nos movemos juntas
Es como si bailara
o me bailara
Va dando vueltas
a mi alrededor
Y me divierte
Sonrío mientras voy
dando pasos
entre la gente seria,
concentrada, que habla,
que grita, que está
en su mundo
Como yo
Sus alas marrones
juegan conmigo
Están decoradas
por puntos amarillos
y sus bordes son
como de puntillas
Hasta que llego
a la puerta del súper
y me despido
internamente
de mi compañera
Vuelvo a la calle
a esquivar a la
gente que pasa
y escuchar los
bocinazos
de los conductores
apurados
Detengo mis
movimientos
Ahí está ella
revoloteando
sigue el camino
conmigo otra vez
y la siento feliz
Como yo


 

 

jueves, 20 de marzo de 2025

3-Soltar la lengua

 


Dice Hebe Uhart, acerca de su libro Visto y oído: “Escribo dos clases de crónicas de viajes, dos tipos de impresiones. Una más libre, subjetiva, donde aparezco más yo, que son las que se parecen más a un cuento. Y las que están más documentadas, con información relevante, unida a mis impresiones personales. Los géneros están muy mezclados. Hay cuentos que pueden ser leídos como crónicas y crónicas que son cuentitos.” Podría decirse que a Hebe Uhart le atrae el abismo de la vida ajena. “¿Y cómo es la gente acá?”, se pregunta (les pregunta a sus entrevistados) Uhart; y la búsqueda de una respuesta a ese interrogante la acicatea a estar siempre lúcida, presta a “tirar de la lengua”.




Comparto con ustedes un fragmento de ese libro, titulado "Kilómetro ochenta y nueve". Si quieren leerlo completo, me lo piden y se los envío.


Kilómetro ochenta y nueve (fragmento)

Cuando la combi anda lenta por la ciudad, yo siento que podría bajarme tranquilamente, por ejemplo, a comer “Las medialunas del abuelo” o a mimar a ese gatito que veo sentado en el balcón o me tienta ese letrero tan grande de negocio pobre y esperanzado, con un helado gigante y “La cobertura de chocolate, gratis”. Pero cuando estoy en la autopista, siento que me voy. La autopista es como cuando carretea el avión. Ya salimos. Después de mucho andar apareció la llanura, pero era una llanura cosmetizada, con árboles de flores rosadas a la vera del camino. Ya nadie pasa por la vereda, no hay veredas. Emerge de repente una quinta grande con piletas y un letrero “Ministerio de desarrollo social”. Después unas casitas empequeñecidas por las altas y anchas rutas de autopista y finalmente un campo verde donde la tierra está más seca pero parece más natural y recuerdo esas conversaciones de campo: “¡Qué barbaridad! ¡Con la falta que hace el agua!”. Aparecen los primeros caballos comiendo y la planta plumero, casi plateada. Nos acercamos a Cañuelas, otra vez el cosmos de plantas plateadas y vacas urbanas, pocas, aumentan los autos. Todas las vacas están echadas junto a un árbol y cerca de las vacas y de la rotonda de Cañuelas unas señoras toman un aperitivo debajo de sombrillas de paja natural. Un cartel: “Cañuelas, tierra de las oportunidades”. Más que de las oportunidades parece de las variedades. Negocios de venta de autos junto a uno que vende carbón, más allá, un depósito de coches abandonados. Es como algo provisorio que se va a transformar en otra cosa. Aparecen animales lejanos en los campos, los más cercanos a la autopista parecen mal ubicados, como si alguien los hubiera mandado de picnic o de vacaciones. Allá lejos están en su salsa. Y ese celeste indeciso del cielo.

 

La casa de Juan Pablo y Cecilia

Después de atravesar ruta asfaltada, ruta de tierra y campo, llegamos a la casa de Cecilia y Juan Pablo. Es un poblado donde ha habido tambos; algunos hay pero no tantos como antes. Ahora hay casas de lugareños y de veraneantes. A las casas, ¿cómo llamarlas? ¿Quintas? No.

¿Chacras? No sé. Tienen huertas, pero son para consumo familiar, más bien para orgullo familiar: “Este tomate es de mi huerta”. En general las casas están escondidas detrás de unos árboles o cercos, salvo una vieja panadería, con edificio de ladrillo blanco, que tiene más de cien años, y aparece como abandonada, con su dueño que dice “Por voluntad de mi finada esposa, quiero que sea jardín de infantes o museo”. “Mi finada esposa era de allá”, dice y señala el campo de enfrente que sigue hasta el horizonte.

Las calles son caminos de tierra y no tienen nombre, para ubicar a alguien dicen “Al lado de la escuela” o “A la vuelta de lo de don Domingo”. La casa de Juan Pablo y Cecilia conserva un aire agreste y en la puerta hay millones de cascarudos. Ahí están ellos con Estanislao, de trece años, al que llaman “Esta”, y Sibila, de diez, que es una regalona. “Esta” tiende a desaparecer, va a jugar al fútbol y a la pelopincho de unos vecinos y se queda a comer porque lo invitan. Ahí todo es así, donde hay una pileta, uno se mete, si otro asó un cordero y le sobra, regala un gran trozo sin pena.

Cecilia me cuenta de su amor por los bichos. “Yo tengo esa veta inglesa bichera, cuando velamos a la abuela en una cama alta, los perros estaban debajo de la cama, mi tío llevaba a la casa de Buenos Aires al tero guacho, otro tío tenía un peludo y mi tía Margarita tenía un zoológico.” Hojeo el libro de la tía sobre el zoo; compraba animales en la feria de Constitución y también en las provincias, en Paraguay y en Brasil. Había heredado dinero y vendía joyas para comprar por ejemplo un oso hormiguero. (Lo bien que hacía.) Tenía chuñas que confundían los huevos con pelotitas de ping-pong y se volvían locas. Un ñandú, un quirquincho que estaba en un cajón de madera con tierra para que cavara cuevas ahí dentro y claro, el oso hormiguero. Una mona tití que volteaba las macetas, otra que estaba enamorada del cuidador, todo el tiempo hacía morisquetas para llamarle la atención. Ah, y el ñandú que tomaba agua de la pava del mate.

Cecilia tiene cuatro caballos y dice: “La que me conversa más es Esperanza, la peor tratada por los caballos”.

Esbozamos conversaciones sobre cosas de Buenos Aires pero no prenden en ese lugar, son como semillas que llevara el viento a un sitio inadecuado. Si tal escritor se casó y se separó pierde importancia porque el gato se está por comer un alguacil y hay que sacárselo. “¡Tiene unas alas tan lindas!” Y también sacar afuera al caballo que ha entrado donde no debe. “Sabe que no le está permitido”, dice Cecilia. Ahí Sibila se lamenta amargamente de una promesa incumplida de comprar el novio de la Barbie, la quinta, la casa y otro montón de pertenencias de la misma. No prende el reclamo, están tan lejos la Barbie y sus aditamentos... Porque viene Sara, una visitante, a quedarse y está medio perdida. Ahí nadie se angustia por perderse, ni por deshacer camino. Hay mucho tiempo. Cuando llega, se le comenta a Sara lo del caballo transgresor, se ve que lo conoce, dice: “Ese caballo es de cuarta”.

El que recibe constantemente el trato de perro boludo es el que han traído de Buenos Aires: se acerca demasiado a los caballos, se pone en el asiento de adelante del auto cuando sabe que debe ir atrás y está permanentemente excitado por lo que ve que no es poco: los gatos, los pajaritos y un montón de cositas lindas en el suelo. Otro perro que es lugareño parece tranquilo, pero se ha revolcado en la osamenta de los animales: hay que bañarlo.

 

El siete oficios

Aunque Zapiola donde estamos queda a diez kilómetros de Lobos y a noventa de la capital, recién tuvo luz eléctrica alrededor de 1985 y el único teléfono que había por esa fecha estaba en el almacén de ramos generales y era a manivela. Ahora mismo hay una salita de primeros auxilios que no tiene guardia nocturna y en caso de lluvia se hace difícil trasladar un enfermo hasta Lobos o hacer que alguien venga de allí. El almacén de ramos generales subsiste hasta ahora, y vende vino, gaseosas, comida, botas de todas clases, de goma, de cuero, altas, bajas. Las botas están en otro cuarto, junto a una mesa de pool. También hay unos maniquíes muy altos, con ropa. El público es variopinto: hay paisanos con su boina, botas, que esperan callados su turno. Hay gente con pantalones cortos, muchos chicos. Afuera, al reparo del sol, unas mesitas que deben ser el centro de la sociabilidad. Atiende toda la familia a toda velocidad. Con calculadora. Del almacén vamos a la casa de Raúl González que desde la calle no se ve bien, está detrás de un cerco tupido y tiene su parquecito con el pasto bien cortado. Raúl González es un hombre bajito y muy amable que se hizo su propia casa, de material. El techo es bajito, la casa tiene algo de la de Blancanieves. Todo está muy ordenado y limpio. Raúl cuenta: “Todo esto era zona de tambos cuando yo era chico, mi papá era ferroviario y cuando llovía no se podía entrar al pueblo, él se quedaba en Lobos. Yo también fui ferroviario hasta que llegó el eléctrico, a mí me gustaba la máquina a vapor. Yo le echaba la leña. ¿Ve esta foto? Acá está mi papá con el jefe de la estación, muy recto era, era inglés, tenía unas vacas al costado de la vía y mi papá se las ordeñaba. Cuando había niebla, se tiraban petardos para anunciar y papá nos daba algunos a nosotros para jugar. Mi escuela era toda de madera, una pena, la destruyeron. ¿Ve esos mosaicos de allí del piso? Eran los de la escuela. (Los mosaicos están perfectamente unidos a otra zona donde no hay, tan bien, que parece que los suelos debieran ser así.) Nosotros nos divertíamos en los bailes que se hacían en el galpón, venían los paisanos de más adentro, bailaban ranchera, polea y algún pericón. Ellos se iban del baile derecho a hacer el tambo. A esta casa la hice yo y también la de dos de mis hijos. Estos”. (Va a buscar la foto de los hijos, y guarda prolija y orgullosamente el recibo de sueldo de cuando era maquinista.) Después me muestra la foto de su mamá que está en otra habitación, tan prolija como el comedor-cocina. Toda la habitación está llena de fotos, la de la mamá carcomida por el tiempo, en sepia y las de los jóvenes en festejos, levantando copas, sentados en sillitas de jardín. La foto de la mamá, tan seria, me hace pensar que la gente antes era más seria, que su vida era más dura. Como si me adivinara el pensamiento dijo: “Pobre mamá, qué trabajadora era. ¡Cómo amasaba pan! Yo me separé hace treinta y siete años, y crié cinco hijos yo solo, todos estudiaron, son maestros, una enfermera diplomada, tienen comercio. Cuando trabajaba en el ferrocarril mi hermana me los miraba, pero usted sabe, un chico siempre se corta, o se cae, entonces yo me compré una motito así cuando bajaba del tren llegaba a casa más ligero. Cuando me jubilé hice changas de albañil, corté pasto, hice de todo”. Parece que el trabajo sienta: tiene ochenta y cinco años y está ágil y contento.

El mayor elogio que se le puede hacer a una persona en esa zona es que es trabajadora. Dicen: “¡Cómo se daba maña para todo!”. Y es que en ese poblado, aunque esté sólo a diez kilómetros de Lobos que ya es ciudad, no se puede llamar a un plomero, a un electricista para una urgencia. Hay que arreglarse, y así es como Cecilia Perkins colecciona gatos, perros y caballos, Sara Massini, dueña de la casa donde dormí, convoca a gente que sabe hacer de todo. Dice: “Yo traje de Buenos Aires a Igor, de padre ruso y madre brasileña; sabía restaurar muebles, hacer los pisos, miles de cosas. Pero tuvo un desengaño amoroso con su mujer, vivió un tiempo en la villa 31, estuvo en la calle dos años yo lo encontré comiendo en el comedor de una parroquia y me lo traje para acá, para Zapiola, vivió un tiempo, pero se ofendía mucho. Se vestía medio hipposo, le gustaba el rock y acá la gente le decía Charly, por Charly García. No sé dónde andará”. Ahora Sara no tiene más a Igor pero en cambio tiene un encargado que sabe de electricidad, de plomería, de construcción, de jardín: Lo llama Leonardo da Vinci. Leonardo da Vinci no quiso contar cosas de su vida. “Tiene sus días”, dice Sara. 

Y ahí la vida es así: una bronca es como una lluvia, como una niebla; como viene, se pasa.


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~CONSIGNA DE ESCRITURA~


“Quien conoce su aldea conoce el universo” es atribuida al gran novelista ruso León Tolstoi, autor de la famosa novela La guerra y la paz. La frase con los años se ha ido transformando y es conocida como “pinta tu aldea y pintarás el mundo”.

La autora de estas crónicas recoge testimonios de sus muchos viajes. Y sus entrevistados "pintan sus aldeas" de palabra, cuentan con sencillez y sabiduría el transcurrir de sus días.

La propuesta de hoy es: pintá tu aldea. Puede ser tu aldea de hoy o la de la infancia. Puede ser tu propia aldea o la de tus padres. Puede ser una aldea inventada, pero dotada de tal credibilidad que ningunx de nosotrxs dude de su existencia. Dale. Contá. Soltá la lengua. Te escuchamos.

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La canción de hoy: hay una que me encanta de la Bersuit, se llama "Al olor del hogar". La versión original es preciosa... la letra es de Ariel Pratt (no se la pierdan, presten atención). Y buscando el link para dejárselas aquí, encontré otra versión: la Gata Varela la "tanguea" y hace otra belleza.

Les dejo esa, la versión de la Gata 

Y como la vida es bella, les dejo la versión original de Bersuit


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LOS TEXTOS DE USTEDES


Lali
 
... Sabía, porque lo había visto antes, que el carro que me llamaba la atención era diferente a todos, con techo y puertas de los dos lados, pintado de rojo y con filetes dorados.  El mismo era tirado por un caballo al que no recuerdo, solía pasar por las mañanas. La campanita que colgaba adelante sonaba con el movimiento todo el tiempo, era un tin tin fastidioso que lo caracterizaba. Nunca le llevé el apunte a quién conducía. 
 
Supe al preguntar alguna vez que era el carro de un tipo que vendía ropa a la gente de las viñas... Como los cosechadores no podían salir de compras él les llevaba la ropa a sus lugares de trabajo, es decir... Le encontró la vuelta a su negocio. 
 
Me enteré de casualidad que el hombre del carro vivía cerca de mi casa -en el Barrio Chino- del otro lado del ferrocarril. No sé cómo ese recuerdo me vino a la memoria en estos momentos ¡Realmente el cerebro a veces sorprende con cada cosa!
 
Pasó el tiempo y llegó la época del secundario, tocándome el mismo esfuerzo que a mi hermano 10 años antes, tuvimos que cursar en los colegios de la ciudad de Mendoza, porque los programas de estudio según mi padre  -que parecía saber del tema- eran más sólidos que los nacionales; y en aquél entonces los ómnibus demoraban 45m. de ida y otro tanto de vuelta para recorrer los 18 km que nos separaban de casa y encima los horarios eran muy espaciados y los colegios estaban retirados de la terminal, por lo que tuvimos que caminar una bocha de cuadras durante todos esos años... ¡Un embole!
En esas esperas para volver a casa después del colegio junto a las ganas de dar unas vueltas por ahí cerca -si bien sabía que no lo tenía permitido- noté que un pibe de ojos muy lindos me miraba sonriente y   me cayó más que bien. Primero me aseguré que las miraditas eran para mí y efectivamente lo eran, disimulé dándole la espalda como distraída, eso surtió efecto de inmediato y lo motivó para acercarse con una excusa más que buena, me preguntó sin titubeos si aún tenía a Tony, el perrito que su padre le había regalado al mío. 
Lo recuerdo y me parece hoy que fue un león para "el encare" aunque en ese momento por mi poca edad no me lo supe manifestar así, después de un tiempo largo me di cuenta del recurso. 
 
Así fue que me enteré que era el hijo del señor del carro " tendero" el mismo que referí como colorado, con campanita molesta y el caballo.
También me contó con entusiasmo que ese año había iniciado la cursada de medicina y que estaba muy ilusionado.
A todo esto, ya me había enamorado "del turco" de sus hermosos ojos y de todo lo que lo acompañaba -quien en realidad- era árabe como la comunidad que se asentó en el barrio vecino al nuestro, a pesar de que los pobladores lo desconocíamos. También me atrapó su charla, su simpatía, sin tener idea al principio de lo que me pasaba. 
 
La cuestión importante de todo esto, fue que viajábamos de vuelta juntos dos veces por semana y para mí eso estaba buenísimo, y lo mejor es que nunca tuve que aguantar preguntas ni recomendaciones de mis viejos porque no estaban enterados. A veces nos esperábamos y caminábamos juntos hasta mi casa y luego él cruzaba las vías como lo hacía el carro de su padre.
Nunca pasó de ahí esa inocente amistad. No sé cuando desapareció, pero dejó en mí el sonido de las campanitas  que después de todo no jorobaban tanto y al final descubrí que casi las tenía olvidadas. 
Me pregunto hoy qué habrá sido del pibe aquél que estrenó mi corazón y hago votos fervientes a favor de mi decrepitud, para que no sea ninguno de los médicos añosos que me atienden por Pami.
 
 
Ro
La isla
 
Pisábamos la arena de la playita, la tierra, el camino de raíces de los árboles, las tablas de madera de los muelles, de la escalera, de la casilla. En la isla era andar siempre descalzos.
 
Llegamos a la esquina del Boca Carabelas y el Paraná, en la lancha de pasajeros que zarpa del puerto de escobar. Son pocos minutos de navegación hasta bajar en el muelle ancho del bar-almacén de Pocho. Nos reciben los perros. Andan en manadas de tres o cuatro: uno grande, el resto medianos y bajos, de pelo corto, duro, con diferentes formas de manchas y colores. Con el motor rugiente, el capitán hacía la maniobra de acercarse al muelle para amarrar, y el marinero, con un cabo grueso, la enlazaba al muelle. Nos da la mano para bajar de a uno por vez y desde el techo verde de la lancha, descarga nuestros bolsos, algunas garrafas, bebidas y las compras de mercadería que Pocho hace traer desde el continente para vender en el bar. 
Cada uno carga sus cosas. Mi papá, el bolso más grande; mi hermana y yo, nuestras mochilitas de tela con ropa y juguetes; mi mamá, a mi hermanito. Tengan cuidado con las tablas al pisar En la dirección contraria a la casilla están la casa de Angelito y el hospital. Ya lo vamos a ir a visitar, ahora vamos a la casa.
Primera vereda y ya se siente el olor al pan. Nada como el pan de la isla.  La cuadra de la panadería tiene una espaciosa mesa cuadrada ubicada en el centro del gran salón, las estanterías, los pisos, el techo, todo en maderas oscuras, le da cierto clima de abrigo, reforzado por los sonidos crujientes y cálidos de los leños del horno. Y el pan… el pan, tiene sabor a masa madre. Me parece que hay una puerta que conecta a un salón con un mostrador para despachar las facturas y el pan, pero no lo tengo tan presente, no estoy muy segura, aunque tiene sentido. Para mí, la panadería es la cuadra en donde, a veces, nos dejan jugar.
En el camino, después de la panadería, hay una especie de conventillo, una casilla con cuartos individuales de alquiler. Siempre está pintado de colores, desvencijado, ruidoso. Nunca conocemos a nadie de los que entran y salen en mallas y shorts por sus angostas puertas descascaradas.
Hola Juanita, ¿y Raúl por dónde anda?, pregunta obligada para la señora que vive con su hijo adolescente en el almacén. Ahí anda, jugando a la taba. Que tengan feliz estadía y ya saben, tengo todo lo que necesiten. La mujer se asegura la venta de los próximos días. Cruzamos un puente angosto de madera que cuelga sobre el arroyito que divide la propiedad de Juanita. Y más allá una canoa vieja y un bote atado con una cadena, sobre la tierra seca como talco.
Los camalotes amontonados con sus bulbos de aire y flores moradas se destacan sobre el marrón del río a la vera del camino.
Las dos columnas de pinos junto a la costa forman un pasadizo, una travesía. Cuidado al pisar las raíces que sobresalen. Hay que prestar mucha atención, son raíces como huesos marrones, de manos entrelazadas, conectados, sobresalidos de la tierra. En algunos huecos profundos se forman lagunas mínimas en las que queda el agua atrapada después de la bajante y en otros, el musgo que brota y decora se vuelve peligroso, resbaladizo al pisar.
Tres escalones para subir y alcanzar la superficie interminable de la explanada de material de la sociedad de fomento. Más atrás el gran salón en donde los isleños, y nosotros, vamos a festejar el carnaval. Pa, ¿me comprás un aerosol de espuma, aunque sea una, una vez? Papel picado sí, la espuma es cara. Al papel picado que viene en colores pastel amarillo, rosa y verde, apretujados en una bolsita de nylon, como se termina enseguida, lo vamos a volver a levantar del suelo. Los barcos van a llegar con banderines de colores, y todos los que no están sentados en sillas de paja, van a bailar siguiendo la música que se escucha muy fuerte, mientras los chicos corremos por todo el lugar. Pero eso va a ser durante la noche.
Un viejo hotel permanece abandonado y los vidrios sin cortinas son una invitación a curiosear. Pero lleva tanto tiempo cerrado que las ventanas tienen una película de polvo que no nos deja mirar. El muelle del hotel es el más ancho después del de Pocho, pero las tablas que quedaron están muy porosas, débiles, peligrosas. Ya no vayan a ese muelle que le faltan tablas y está podrido.
Y nuestra casa, que es también Registro Civil y la casa de Doña Trini. Es una sola casilla dividida en tres. En la casa de Doña Trini viven ella y su papá. Nos ve llegar desde la ventanita de su cocina. El viejo indio tiene todos los dientes, habla poco, está sentado en una silla en el pasillo de entrada. Levanta la mano hasta la altura del pecho para saludarnos mientras vamos subiendo los siete escalones de la escalera ancha de madera con las barandas pintadas en verde agua. Las puertas centrales, dobles, son las del registro civil, que es solo una habitación con un escritorio, un par de sillas al frente, un sillón y un mueble con biblioratos de la jueza de paz. Una vez las vi abiertas, ella sentada. Y otro día vi un casamiento, el resto del tiempo las puertas de madera clara, permanecían cerradas. Y en el ala izquierda, nuestra casilla. Afuera, en la esquina del pasillo, el filtro de cerámica para purificar el agua que traemos del río, en donde gota a gota llenan una damajuana verde. Para entrar hay dos puertas, pero siempre abrimos la de la cocina.
Me encanta el olor a la isla. Mezcla de humedad, madera y querosene. Al anochecer, la luz la da un sol de noche, la pesca es con cañas de bambú y espinel. Hay muchas camas para cuando vienen todos los primos. Desde aquí se ve la casilla de Méndez, que está más allá de la cancha de bochas y de otro puentecito de madera que cruza el arroyo en dónde pescamos anguilas.
Y en la puerta de la casa, delante de la escalera, la mesa redonda con base de cemento y tapa de madera pintada, en donde siempre, siempre, nos juntamos todos a cantar.
 
 
Martín
 
Mi infancia estuvo anclada a la calle empinada. La cuadra fue siempre muy particular, más poblada de fábricas que de casas. De un lado de la cuadra, en la esquina más alta estaban los gordos, el papá tenía un Torino, vivían en una casa grande pegada a una galpón, también grande y que era de ellos. Los hijos iban al Copello, hablaban distinto a nosotros y jugaban tenis.
Bajando, literalmente hablando, vivía una familia algo hermética y rara, un día la mamá murió, un tiempo después otra señora vino a vivir con ellos, años después murió el papá y muchos años después los chicos echaron a la que fue su mamá durante mucho tiempo porque querían vender la casa. Eso me contaron.
Luego una seguidilla de casas chicas con sus pequeñas familias, la mayoría con hijas que hacían coreografías de la Isla Bonita en la vereda, no recuerdo si saltaban la soga. 
También vivía Edgardito que siempre se caía, incluso estando con la bicicleta quieta, también se lastimaba sin haberse caído y se lastimaba la piel solo rascándose. Tenía el superpoder de ignorar el efecto del merthiolate rojo.
Mi vereda tenía algunas casas y algunas fábricas. En la esquina más alta justo en frente de los gordos estaba el taller de Bessone, creo ahora que esa familia no sabía hablar, solo se los escuchaba gritar. Tenían tres hijos, solo recuerdo al Ariel y a la Adriana. Algunas veces los visitaba Pappo. Recuerdo que el papá le pedía a uno de sus hijos el mate más caliente y Más Caliente y MÁS CALIENTE, tanto que le calentó la bombilla con el soplete, esa tarde hubo muchos gritos.
Al lado vivían los Peini que comían cinco kilos de milanesa por día, alquilaban y tenían el frente totalmente abandonado, nunca entré, pero me contaron que el interior de su casa no estaba mejor. El hijo tenía una bicicleta con una traba cromada en el medio con la que podía doblarla a la mitad, algo inútil pero llamativo para nosotros.
Mi casa estaba entre dos fábricas, una sigue haciendo las galletitas Muñoz. Quien nos visitara recordaría siempre el olor a galletitas. Yo nunca lo sentí.
La calle tan tristemente transitada fue ideal para aprender a usar la bicicleta o bajar en patineta. La velocidad al llegar a la esquina más baja era increíble y el verdín de la esquina hacía que todo valiese la pena. Podíamos jugar a la pelota sin preocupación, los autos pasaban muy rara vez, y al tenis colgando una red entre los postes, sin importar de qué lado jugaba el gordo, siempre ganaba.
Durante las mañanas y las tardes teníamos la puerta abierta, a la noche poníamos la trabita.
Suelo pasar cerca con el auto y, eventualmente, paso por esa cuadra. Ya no queda nadie viviendo ahí, pero las casas y los galpones siguen intactos.
 
 
Lauri
Viaje a la oficina
 
Parece que será un día soleado, entre el paredón del cuartel de bomberos y la fábrica   aparecen algunos rayos de sol sobre un cielo donde apenas pintan algunas nubes. Antes de salir busco la sube, las llaves, el celular, chequeo no olvidar nada, no podría volver a buscarlo. Al llegar a la esquina doblo para tomar el colectivo, se percibe el aroma de las facturas de Ramona, no es el típico olor a panadería, tiene algo especial que se flota en el aire de esquina a esquina. Al pasar por ahí, están las mismas cuatro o cinco personas haciendo cola para entrar al negocio, son los operarios de las fábricas y talleres lindantes vestidos con su típica ropa de trabajo que usan todo el año, en invierno con una campera más, en verano con camisa y pantalones arremangados.
En la otra esquina está la ruta divida en dos, como peinada con raya al medio por las nuevas paradas de colectivo, que a veces, está decorada con flores silvestres, otras con yuyos desmechados y secos y las menos con esa costra helada de los peores días del invierno. Por el lugar pasan cuatro líneas de colectivo, uno es de media distancia.
Siempre toca esperar y con la misma gente, no sé sus nombres, pero conozco a la mayoría de ellos desde hace años, el señor mayor que llega fumando, siempre saluda y acota algo del tiempo, la chica flaquita de trajecito y tacos altos, que se sienta y se maquilla, se acomoda el pelo con una hebilla que le sostiene la mayor parte. El joven tatuado con ropa deportiva con su mochila de lado y unos auriculares gigantes. Una madre acompañando a su hijo a la escuela, me muestra tiránicamente el paso del tiempo, porque vi a su hijo crecer, la vi embarazada y vi al mayor de sus hijos de la mano del pequeño, ya sin su madre para acompañarlos y con la que tenía algún tema trivial de conversación, ahora, no sé si por costumbre o respeto, el hijo mayor me saluda con una sonrisa, pero no hay conversación si yo no lo saco. El colectivo de media distancia es el que más tarda en pasar y el que más gente levanta.
Antes de las nuevas paradas, éstas estuvieron por años al costado de la ruta, era un refugio de chapa pintado con la marca de Coca Cola, y en la mayoría había un puesto de diario. En la que esperaba yo, estaba el diariero apodado “el petiso” con una voz muy particular para contar las novedades del barrio y saludar a todos por su nombre.
En el recorrido del colectivo, que ya va lleno cuando logro tomarlo, pasa por las paradas del hospital Bocalandro, la rotonda, el barrio de suboficiales, la villa un poco más allá y el Museo de José Hernandez (muchas veces pensé en bajarme o en ir un fin de semana, pero la verdad es que nunca lo visité). Algunas paradas son icónicas, con nombres de algún negocio histórico en la zona, como “La Finita” una gomería que desapareció hace muchos años y aún hoy la siguen llamando así, lo mismo el “Tiro Federal” que quedó abandonado muchísimo tiempo y hace unos años hicieron una plaza saludable y con juegos para niños. En frente el Liceo militar y la gente que lo recorre por completo para hacer su caminata matutina.
Un poco más allá el hospital Castex, indefectiblemente miro la ventana del cuarto piso donde alguna vez de chica yendo al cine, mamá me dijo ahí es la maternidad, y señalando la tercera ventana de la izquierda agregó, “ahí naciste vos”, pero inmediatamente después busco el tríptico de bochas sobre las columnas que hay a los costados de la entrada donde mi papá desmintiendo la versión materna me dijo, no es cierto, a vos te dejaron entre las luces, mientras me guiñaba el ojo. Mi boca hace una mueca, siempre, cada vez que paso, a la ida y a la vuelta.
Faltan tres paradas más, camino entre el roce de la gente pidiendo permiso hasta la puerta de atrás y toco el timbre para bajar.
 

2-Un cuento de Hebe Uhart

 

¿Cómo vuelvo? ~   Hebe Uhart


Yo no soy muy suelta de lengua y no crea que lo que le cuento a usted lo puedo decir por ahí, y menos en mi pueblo: se lo cuento a usted porque es una desconocida; si le contara a alguien de allá, en dos minutos estoy perdida. Yo vivo en una calle que da a la ruta; allí, mi marido y yo tenemos una estación de servicio; va bien, gracias a Dios; él es un buen hombre y no me deja faltar nada: tengo mi heladera, mi televisión y un cochecito usado: lo movemos poco. Los chicos se fueron a vivir a Venado Tuerto, para estudiar el secundario. Entre mi marido y yo atendemos la estación de servicio. Yo también atiendo la escuela: vengo a ser maestra, directora y portera, tengo en total diez alumnos. Donde vivo, son cuatro cuadras con casas; en invierno a las ocho de la noche están todos adentro. Y ahora que estoy lejos y lo veo desde acá, no me explico cómo pude vivir veinte años en ese lugar. Yo no tendría que extrañar, porque nací en un lugar parecido, cerca de la ruta; pasaban y pasaban los autos por la ruta y yo los miraba parada en una tranquerita, y deseaba tanto inconsciencia de criatura que algún auto me llevara. Yo no pensaba en ningún lado especial: cualquiera. Me paraba en la tranquera para que me vieran, y decía: "Alguien me va a mirar". Los autos pasaban como una exhalación y yo tardé mucho en darme cuenta de que nadie me miraba ni me iba a mirar, y cuando me sentí ahí plantada, sola, era como una especie de desilusión. Por eso, yo ya debía de haber estado curtida, pero al principio, cuando me casé, también me resentí. Me acuerdo que al principio un día pensé: "¿Y si se incendia la estación de servicio? Un incendio grande, digamos. Necesariamente tendremos que ir a vivir a otro lado". Pero yo ya era grande y una entra en razones, sabe que son malos pensamientos, los sabe apartar. Nunca le dije eso a mi marido: él tiene otro ánimo, es más parejo, siempre está conforme y eso que no tiene vicios. Pero últimamente, después de tantos años de estar ahí, me volvió un poco de esa tristeza de cuando me casé, y en invierno a la noche miro afuera; no hay un alma y me da un no sé qué. Por eso cuando llegó la carta donde nos decía que habíamos sido sorteados para ir a Embalse -yo y los chicos de la escuela- tardé un poco en mostrársela a mi marido, en parte porque estaba tan confundida que no creía que fuera cierto. El me reprochó después por qué no se lo dije enseguida. Y yo hice ver como que no me importaba mucho, no fuera que si hacía ver que me importaba mucho se arruinara el viaje. Aparte a mí me gusta la gente ubicada, sensata, tranquila: hasta por televisión se da cuenta una de cómo es la gente: miro a los actores y a los artistas y ya veo si son personas confiables, responsables o, hablando mal y pronto, si son un tiro al aire. En la carta decía que había que llevar ropa deportiva, pero yo pensé que debía llevar un vestido, y como hubo que preparar la ropa de los chicos de la escuela, me traje un vestido ni fu ni fa. Como usted ve, tengo la cara curtida por el viento; no, las manos están así de lavar. Cuando viene la noche y yo ya terminé de hacer todo, antes de ver televisión me pongo a lavar. Allá al atardecer es tan triste que yo a veces quisiera apurar al tiempo, que se haga de noche de una vez. Entonces digo: "Tengo que hacer algo útil". Y me pongo a lavar o a ordenar. Al atardecer me vienen esos pensamientos tristes que ni me distrae la televisión. Bueno, cuando llegué acá a Embalse, nunca hubiera supuesto que en el mundo había una cosa así. Yo acá en Embalse viviría toda la vida: no volvería más. El primer día que llegué me encontré perdida en esta planicie llena de gente. No hablamos con nadie, pero supimos que había porteños, entrerrianos, salteños, chaqueños y de tantos otros lugares. Recorrimos todo el lugar para ver dónde se compraban los alfajores y las postales -no como el negocio de allá, acá son negocios y negocios todos juntos-, hileras de burros y caballos con sus cuidadores, llenas las hamacas y los subibajas y todos los grupos haciendo gimnasia.

Después hablé con los maestros chaqueños; ellos se acercaron a hablar y me dijeron que para ellos era una delicia estar ahí porque les servían de comer y aparte no tenían que ir a la escuela; ellos hacían tres horas a pie de ida y tres de vuelta; por el camino paraban y tomaban mate, y también hacían sus necesidades. "Tranquilos me dijeron, no como esos porteños", y señalaron a la coordinadora del grupo de la Capital, "que van siempre apurados". Yo ya me había fijado en esa coordinadora, que de lejos me pareció una jovencita y de cerca vi que podía tener mi edad; eso sí, con las manos de una criatura y el pelo largo. Ella se mueve como si nadie la fuera a mirar y como si no le importara de nada, anda en subibaja y no come toda la comida que le dan en el comedor, come de una bolsa propia. A ella yo le oí decir al pasar, como si fuera algo malo: "Esa gente que tiene el televisor todo el día prendido en la casa", y yo pensé: yo lo tengo prendido todo el día, pero es para compañía. Aunque a veces no lo apago porque pienso: "Ahora va a venir algo hermoso, no sea que lo pierda". Y los chicos porteños que lleva ella, ellos inventaron un sistema para comunicarse de cuarto a cuarto; desde el primer día ellos fueron solos a comprar alfajores y ellos mismos hablaban con el cuidador para andar a caballo y le pagaban. Yo les decía a los chicos míos: "No se alejen". Ni falta que hacía, porque al principio no hicieron más que mirar, como yo. También, con todo lo que hay, esos concursos de juegos; no sé si usted estuvo en la guitarreada al aire libre que hicieron los maestros de Mendoza; yo estaba tan contenta y por otro lado me agarraba una tristeza al pensar "¿cómo fue que yo no sabía que había una cosa así?". Me agarró tristeza por los años perdidos. Bueno, hace tres noches, usted no se debe haber enterado porque no la vi, había una guitarreada en el café, con vino y empanadas. Dejé a los chicos al cuidado de Aníbal, el mayor, y me fui con los otros maestros al café. Fueron también las instructoras de los chicos de la villa, que no sé cómo los aguantan, pobres: ellas pasaron agachadas a la altura del dormitorio de los chicos y uno las reconoció: enseguida todos gritaron desde la ventana del dormitorio: "Putas, putas". Y pensar que esas chicas los instruyen por idealismo. Yo me fui con el vestido y después me sentí un poco desubicada: todos fueron de jogging y zapatillas. ¡Cuánta juventud! Toda con guitarra y con canciones nuevas y viejas, tanto ponían un bolero como esas canciones de a desalambrar, a desalambrar. Yo me puse a conversar con un profesor de gimnasia, más joven que yo. Yo no sé hasta el día de hoy cómo fue que me acosté con él. Nunca en veinte años de casada le fui infiel a mi marido, nunca conocí a otro hombre. Y yo quiero que me comprenda bien: yo no soy ninguna descocada ni tampoco una mujer desubicada; le tengo gran estima a mi marido y por suerte nunca va a enterar de lo que pasó: pero yo con el profesor de gimnasia conocí otra cosa, como si se me hubiera abierto la cabeza, como si hubiera entrado en otra dimensión. Estaba él con su jogging azul ni siquiera le podría decir si él era lindo o no; recuerdo que me dijo que era una mujer interesante, cosa que no creí y por lo poco que sé de la vida, siempre me di cuenta de que era una aventura y nada más. Entiéndame: no me enamoré ni cabe enamorarse a mi edad, y además, mirándolo fríamente a mi profesor de gimnasia, hasta podría ser que tuviera pinta de haragán. Jamás me casaría con un hombre así. Después él me buscó y yo no quise saber nada de él: ya tenía suficiente para pensar. ¿Sabe en lo que yo pienso? En cómo vuelvo yo a mi pueblo. Estoy acá, hablo con los maestros salteños, que me cuentan su pobre vida de allá, más pobre que la mía; escucho el altavoz y pienso que si en este lugar hay un mundo cuánto más habrá más allá, en todos lados, y ahora que estamos por volver, no hago más que preguntarme: ¿cómo vuelvo yo a mi pueblo?


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~CONSIGNA DE ESCRITURA~


Vemos que la autora usa un lenguaje sencillo, cotidiano, para contar una historia de pueblo en la voz de su protagonista. De esto hablamos cuando nos referimos al REGISTRO: es la variedad que depende de la situación de comunicación. 

En este caso se trata de un registro informal, coloquial. En contraposición con el informal, tenemos el registro formal. Es un registro más sofisticado, correcto. Vean que usar uno u otro registro depende del grado de confianza entre los hablantes. También hay registro culto, vulgar, técnico, académico, etc.

Como nosotrxs escribimos ficción, podemos usar cualquiera de los dos (o cualquiera de los otros que mencionamos), según nuestras necesidades: acorde al personaje que estemos delineando, usaremos uno u otro. Vamos a hacer un ejercicio.


*Contar una anécdota en primera persona y elegir un registro para contarla. Puede ser informal o formal. Puede ser vulgar, culto, técnico, etc. Podemos pensar en el habla de alguna persona conocida, de nuestro entorno, en un tipo de registro particular, en un personaje famoso, en un pariente, fácilmente identificable. Y, si tenemos ganas, tiempo, un ratito más de escritura, volver a contarla usando otro registro. Qué tul...



PD: ¿Pensaban que no les iba a dejar una canción? Qué equivocadxs estaban... Aquí les dejo una canción que a mí me gustó siempre y esta es una versión preciosa. Solo tienen que tocar AQUÍ


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LOS TEXTOS DE USTEDES


Karina Registros
 
Versión periodística
 
HURTOS EN HOGAR DE ADULTOS MAYORES: CRUCE ENTRE PERSONAL ADMINISTRATIVO Y PACIENTES
 
Uno de los administradores de la Residencia San Juan denunció el robo de su teléfono de trabajo y otros pacientes también se quejaron de la desaparición de varias de sus pertenencias.
 
El viernes pasado el mediodía los gritos que provenían del hogar para ancianos en Montecastelli, a una cuadra del hospital España, escalaron hasta alertar a toda la cuadra sobre el conflicto. El administrativo, de nombre Facundo, había salido a hacer compras para el hogar alrededor de las 13 horas del 7 de marzo, y al regresar advirtió la ausencia de su teléfono laboral, el cual había dejado en su oficina.
Luego de consultar con el personal que se encontraba presente al momento de la desaparición del aparato y comentarlo entre los ancianos, el muchacho de unos 30 años decidió hacer la denuncia.
Familiares de un paciente declararon como testigos ante la policía. Comentaron off the record que habían presenciado el momento exacto del hurto, cuando una de las mujeres que se encuentra allí alojada entró a la oficina de la víctima y se llevó el teléfono para hablar con su hija, a quien culpa de haberla abandonado.
Algunos abuelos, ante la presencia de la prensa, expresaron que varias de sus pertenencias también habían desaparecido. Ellos sospechan que el autor de los hechos podría ser otro abuelo que convive con ellos, de apodo “Fénix”.
El hecho y la posterior acusación, causó descontento entre los pacientes de la residencia, que se negaron a recibir los cuidados y las indicaciones del personal que trabaja en la Residencia San Juan.
La policía continúa con sus tareas de investigación para dar con la persona que cometió el ilícito.
 
 
Versión de la anciana que vive en la residencia en primera persona
 
Escuchame, ¿te puedo decir una cosita? Es una cosita, nada más, un segundito. Mi hija me dejó acá. Yo no sé si vos me creés, pero yo estoy bien de la cabeza. Yo tengo que hablar con mi hija, ¿entendés? Mi hija me dejó acá, es una desagradecida. Yo le pagué la universidad, estudió inglés. Yo le di todo y me dejó acá. Me dijo que venía al dentista. Yo tengo que hablar con mi hija. ¿Vos sabés dónde está mi hija? Estoy tranquila, hoy estuve tranquila. Yo fui a buscar el teléfono para hablar con hija. Yo quiero saber si va a venir. Facundo no estaba así que me llevé el teléfono, pero no sé qué pasó después. A mí qué me importa quién robó el teléfono. Yo no sé si me vas a creer pero yo estoy bien. ¿Vos sabés que mi hija me dejó acá?
 
 
Silvia
(comienzo de un nuevo proyecto)
 
Cuentos de jabón
 
La tía Nicolasa vive en Ingeniero Maschwitz. Todos los veranos, mi hermano y yo vamos a pasar las vacaciones con ella. Me encanta visitar a la tía Nicolasa, tiene un parque con muchos árboles, una pileta, dos patos, una tortuga, un perro que se llama Coco y tres gatos: uno naranja y dos tricolor. Las tricolor son gatas. Casi todas las que tienen tres colores son hembras, me explicó la tía, que es una cuestión genética. Son hermanas, el gato vino de paseo y se quedó a vivir para siempre ahí.
 
 
Laury
No sé cuánto hace, pero sé que siempre estuviste acá, mi cabeza o lo que queda de ella no puede pensar rápido. Recuerdo cuando jugábamos a decir muchas palabras en un minuto, seguro que también te acordás, las veces que me hacías trampa cuando jugábamos a las cartas o al tuti fruti, yo me daba cuenta, pero no te decía nada.
Si, aunque no te lo puedo decir, siento tu presencia, tu respiración y tu resignación, algunos de mis sentidos están más alertas que nunca, salvo cuando me duermen. No quiero dormir, ellos no lo saben, quieren evitar el dolor, no puedo decirles que el dolor me ayuda a saber que sigo acá, en esta jaula llena de barrotes rotos y grietas por doquier, que me silencia y me traga de a poco. ¿Será que se degrada el cuerpo y se agudizan las sensaciones?, no sé, pero me doy cuenta que tu voz, aunque tenga tanta tristeza en cada palabra, me da fuerzas para un latido más, para una bocanada mas de aire. Nunca te voy a poder responder todas las preguntas que me hacés, algunas cosas pasan porque tienen que pasar, llamalo destino si querés…
Hace mucho que no escuchaba tantos cuestionamientos, todos juntos, ahora, que no puedo darte respuestas, tampoco tengo todas las respuestas. Cuando eras chiquito me agotabas, ojalá te acuerdes de eso también. Ahora ya no hay necesidad de explicaciones.
Como son las cosas, este último tiempo vos me ayudabas a mí, y yo era la que agotaba tu paciencia con preguntas y pidiendo nuevas explicaciones. Es que tu edad y tantos cambios en este mundo me pasaron por encima, ja, que buena metáfora para usar en este momento.
Quisiera poder agradecerte tu cariño, y complicidad, el darle sentido a mi vida y también a mi muerte. Me hubiese gustado quedarme un tiempo más, seguramente cambiaría algunos hábitos, ya no estaría tan apurada. Te pediría que nos regaláramos algún tiempo para nosotros, para decirnos todo aquello que en algún momento tendríamos que hablar y ya no será posible.
Ahora me doy cuenta lo ridículo que es dar por sentado lo que uno siente y no expresarlo ¿Dónde queda todo este sentir? ¿Se muere con mi cuerpo? ¿Te lo llevás vos? No lo sé, ya tampoco importa, prefiero dedicarme a sentir tu mano apoyada sobre la mía, notás que intento mover los dedos, me das un beso… todo va a estar bien.
 
Adri

La luna en el balcón
En verano me gustaba salir al balcón a mirar la luna, las estrellas no se veían mucho con tantas luces, pero la luna, cuando estaba llena, era de verdad maravillosa. Vivíamos en un departamento de dos ambientes, en el tercer piso por escalera de un edificio viejo, sobre la calle Medrano. Los dos teníamos trabajos de mierda, laburábamos hasta tarde, con poco sueldo, pero llegar al depto con una birra y una muzza porque habíamos cobrado la quincena era casi una fiesta, y digo casi porque el resto del festejo terminaba en ese balcón, cuando después de comer salíamos a fumar un pucho compartido, porque la guita era tan poca que habíamos acordado fumar la mitad, y aunque siempre decíamos que nos convenía dejar de quemar plata en ese veneno, el ritual de salir a fumar y terminar a los besos era mucho más tentador y las cuentas terminaban importando poco.
¿Cuándo fue que todo ese poema se convirtió en un cuento mal escrito y ordinario? ¿Cuándo compramos la idea del progreso a costa de nuestro tiempo, y dejamos de gozar de todo?
Ahora vivimos en una casa en Villa Urquiza, tenemos dos autos, dos hijos, tres perros, sos arquitecto, soy psicóloga, vamos de vacaciones a Cancún, pagamos las tarjetas llenas de cuotas de cosas que no necesitamos, los pibes van a una escuela bilingüe, ¡a una escuela con dos idiomas van los pibes, boludo! ¿Qué carajo nos pasó? ¿Cómo hacemos para salir de este circo? Porque yo no me banco más la comparsa de salames que compiten a ver quién se compra la camioneta más grande, mientras las “chicas” se hacen uñas cada vez más largas y pestañas que parecen bichos, porque en la empresa donde laburan se las hacen todas.
Qué se yo, no quiero más todo esto, yo te extraño, quiero volver a encontrarme en tu mirada, quiero contarles a los pibes nuestra historia, de donde venimos, quienes éramos antes de caer en este pozo de mentiras. Ojalá vos también quieras. Dame una señal mi amor, volvamos al llano, a nuestra esencia. Se que es difícil, que tal vez me mandes a la mierda, pero necesito que sepas lo que siento: yo tengo ganas de volver a fumar un puchito compartido, mirando la luna en el balcón, y terminar a los besos.
 


Guada
Te voy a decir algo. Se que nos conocemos desde hace poco, que no nos tenemos confianza del todo. Pero, sinceramente, no tengo a nadie más a quien decirle. Es algo tremendo, me estalla en la boca las ganas de compartirlo.
Yo estuve de novia por mucho, muuuucho tiempo con un chico. Desde la adolescencia, imagínate. La cosa es que el año pasado, ambos comenzamos a notar que la relación no estaba yendo del todo bien, y decidimos separarnos. Aunque la esté pasando tan mal desde la ruptura, comencé a notar que algo se destrabó en mi vida. Descubrí un nuevo mundo lleno de oportunidades. Comencé a enfocarme en los estudios, en amistades y en la búsqueda laboral. 
Meses más tarde, volví a tener contacto con este chico, porque, después de todo, sigo enamorada.
Tiempo después, volvimos a estar de novios, pero duró poco. Él conoció a una chica que le encantó y no tardó en descartarme por una relación que duró menos de dos meses. 
Durante el tiempo que él estuvo de novio, yo toqué fondo. Sabía que me sucedían cosas buenas, como que al fin pude conseguir trabajo, que estaba teniendo muchos amigos y tenía más facilidad para comunicarme, pero había algo dentro mio que me impedía ser feliz.
Lloraba todos los días, a penas comía, me costaba dormir y empecé a tener ataques de pánico y rabia. Lo único que podía hacer, era escribir. Escribí y escribí cientos de poemas tristes qué guardo en un cuaderno y que probablemente nadie verá.
La cuestión, es que luego de esa relación fallida, vuelvo a tener contacto con él, y volvemos a reconciliarnos, pero no del todo, por el momento somos "amigovios", nada formal.
Lo sé, pensaras que soy una estúpida. Pero no puedo eliminarlo de mi vida, después de tanto tiempo juntos. Y lo amo, con todo mi ser.
El problema surge acá:
En el trabajo conocí a un nuevo chico, con el cual conecté desde el primer momento. Escuchamos la misma música, tenemos la misma pasión por la lectura, y me hace reír muchísimo.
Comencé a notar que este compañero me miraba diferente. Que el rostro le cambiaba en el momento en el que aparecía en el local. Hablamos muchísimo y nos apoyamos mutuamente cuando vemos que el otro está bastante estresado con las labores. 
Yo lo notaba, algo estaba comenzando a suceder, sin que los dos dijéramos nada. Nos dedicamos las mismas miradas, las mismas sonrisas.
Ayer yo le comentaba que me gastaba mucha plata en uber para volver a casa a altas horas de la madrugada, y que esta situación me enojaba sabiendo que vivo a tan solo un par de cuadras. Él se ofreció a llevarme hasta casa en su moto.
Nunca antes anduve en moto.
Y en ese momento todo cambio. 
Él manejaba bajo la luz de la luna. Yo me aferraba fuerte a sus hombros mientras reía. Sentía su olor a tabaco, fuerte, adherido a su ropa. Iba directo a mi nariz por el viento que nos chocaba. En un momento se agachó y aceleró. Yo le gritaba que no fuera tan rápido, que me asustaba. Entre el ruido del caño de escape, escuché que dijo "confiá en mi". 
Cuando llegamos a casa, lo saludé, él aun con el casco puesto, y esperó a que entre. Una vez dentro, no podía parar de pensar en ese momento, en lo irreal que se sintió. Quizás para vos no sea nada, un simple viaje en moto, una estupidez. Pero la conexión que sentí con él durante el viaje, no la puedo explicar.
Y ahora no sé qué hacer. Porque me gusta este chico, después de lo de ayer, puedo afirmarlo. Pero también me gusta mi ex. ¿Qué debería hacer?