jueves, 20 de marzo de 2025

3-Soltar la lengua

 


Dice Hebe Uhart, acerca de su libro Visto y oído: “Escribo dos clases de crónicas de viajes, dos tipos de impresiones. Una más libre, subjetiva, donde aparezco más yo, que son las que se parecen más a un cuento. Y las que están más documentadas, con información relevante, unida a mis impresiones personales. Los géneros están muy mezclados. Hay cuentos que pueden ser leídos como crónicas y crónicas que son cuentitos.” Podría decirse que a Hebe Uhart le atrae el abismo de la vida ajena. “¿Y cómo es la gente acá?”, se pregunta (les pregunta a sus entrevistados) Uhart; y la búsqueda de una respuesta a ese interrogante la acicatea a estar siempre lúcida, presta a “tirar de la lengua”.




Comparto con ustedes un fragmento de ese libro, titulado "Kilómetro ochenta y nueve". Si quieren leerlo completo, me lo piden y se los envío.


Kilómetro ochenta y nueve (fragmento)

Cuando la combi anda lenta por la ciudad, yo siento que podría bajarme tranquilamente, por ejemplo, a comer “Las medialunas del abuelo” o a mimar a ese gatito que veo sentado en el balcón o me tienta ese letrero tan grande de negocio pobre y esperanzado, con un helado gigante y “La cobertura de chocolate, gratis”. Pero cuando estoy en la autopista, siento que me voy. La autopista es como cuando carretea el avión. Ya salimos. Después de mucho andar apareció la llanura, pero era una llanura cosmetizada, con árboles de flores rosadas a la vera del camino. Ya nadie pasa por la vereda, no hay veredas. Emerge de repente una quinta grande con piletas y un letrero “Ministerio de desarrollo social”. Después unas casitas empequeñecidas por las altas y anchas rutas de autopista y finalmente un campo verde donde la tierra está más seca pero parece más natural y recuerdo esas conversaciones de campo: “¡Qué barbaridad! ¡Con la falta que hace el agua!”. Aparecen los primeros caballos comiendo y la planta plumero, casi plateada. Nos acercamos a Cañuelas, otra vez el cosmos de plantas plateadas y vacas urbanas, pocas, aumentan los autos. Todas las vacas están echadas junto a un árbol y cerca de las vacas y de la rotonda de Cañuelas unas señoras toman un aperitivo debajo de sombrillas de paja natural. Un cartel: “Cañuelas, tierra de las oportunidades”. Más que de las oportunidades parece de las variedades. Negocios de venta de autos junto a uno que vende carbón, más allá, un depósito de coches abandonados. Es como algo provisorio que se va a transformar en otra cosa. Aparecen animales lejanos en los campos, los más cercanos a la autopista parecen mal ubicados, como si alguien los hubiera mandado de picnic o de vacaciones. Allá lejos están en su salsa. Y ese celeste indeciso del cielo.

 

La casa de Juan Pablo y Cecilia

Después de atravesar ruta asfaltada, ruta de tierra y campo, llegamos a la casa de Cecilia y Juan Pablo. Es un poblado donde ha habido tambos; algunos hay pero no tantos como antes. Ahora hay casas de lugareños y de veraneantes. A las casas, ¿cómo llamarlas? ¿Quintas? No.

¿Chacras? No sé. Tienen huertas, pero son para consumo familiar, más bien para orgullo familiar: “Este tomate es de mi huerta”. En general las casas están escondidas detrás de unos árboles o cercos, salvo una vieja panadería, con edificio de ladrillo blanco, que tiene más de cien años, y aparece como abandonada, con su dueño que dice “Por voluntad de mi finada esposa, quiero que sea jardín de infantes o museo”. “Mi finada esposa era de allá”, dice y señala el campo de enfrente que sigue hasta el horizonte.

Las calles son caminos de tierra y no tienen nombre, para ubicar a alguien dicen “Al lado de la escuela” o “A la vuelta de lo de don Domingo”. La casa de Juan Pablo y Cecilia conserva un aire agreste y en la puerta hay millones de cascarudos. Ahí están ellos con Estanislao, de trece años, al que llaman “Esta”, y Sibila, de diez, que es una regalona. “Esta” tiende a desaparecer, va a jugar al fútbol y a la pelopincho de unos vecinos y se queda a comer porque lo invitan. Ahí todo es así, donde hay una pileta, uno se mete, si otro asó un cordero y le sobra, regala un gran trozo sin pena.

Cecilia me cuenta de su amor por los bichos. “Yo tengo esa veta inglesa bichera, cuando velamos a la abuela en una cama alta, los perros estaban debajo de la cama, mi tío llevaba a la casa de Buenos Aires al tero guacho, otro tío tenía un peludo y mi tía Margarita tenía un zoológico.” Hojeo el libro de la tía sobre el zoo; compraba animales en la feria de Constitución y también en las provincias, en Paraguay y en Brasil. Había heredado dinero y vendía joyas para comprar por ejemplo un oso hormiguero. (Lo bien que hacía.) Tenía chuñas que confundían los huevos con pelotitas de ping-pong y se volvían locas. Un ñandú, un quirquincho que estaba en un cajón de madera con tierra para que cavara cuevas ahí dentro y claro, el oso hormiguero. Una mona tití que volteaba las macetas, otra que estaba enamorada del cuidador, todo el tiempo hacía morisquetas para llamarle la atención. Ah, y el ñandú que tomaba agua de la pava del mate.

Cecilia tiene cuatro caballos y dice: “La que me conversa más es Esperanza, la peor tratada por los caballos”.

Esbozamos conversaciones sobre cosas de Buenos Aires pero no prenden en ese lugar, son como semillas que llevara el viento a un sitio inadecuado. Si tal escritor se casó y se separó pierde importancia porque el gato se está por comer un alguacil y hay que sacárselo. “¡Tiene unas alas tan lindas!” Y también sacar afuera al caballo que ha entrado donde no debe. “Sabe que no le está permitido”, dice Cecilia. Ahí Sibila se lamenta amargamente de una promesa incumplida de comprar el novio de la Barbie, la quinta, la casa y otro montón de pertenencias de la misma. No prende el reclamo, están tan lejos la Barbie y sus aditamentos... Porque viene Sara, una visitante, a quedarse y está medio perdida. Ahí nadie se angustia por perderse, ni por deshacer camino. Hay mucho tiempo. Cuando llega, se le comenta a Sara lo del caballo transgresor, se ve que lo conoce, dice: “Ese caballo es de cuarta”.

El que recibe constantemente el trato de perro boludo es el que han traído de Buenos Aires: se acerca demasiado a los caballos, se pone en el asiento de adelante del auto cuando sabe que debe ir atrás y está permanentemente excitado por lo que ve que no es poco: los gatos, los pajaritos y un montón de cositas lindas en el suelo. Otro perro que es lugareño parece tranquilo, pero se ha revolcado en la osamenta de los animales: hay que bañarlo.

 

El siete oficios

Aunque Zapiola donde estamos queda a diez kilómetros de Lobos y a noventa de la capital, recién tuvo luz eléctrica alrededor de 1985 y el único teléfono que había por esa fecha estaba en el almacén de ramos generales y era a manivela. Ahora mismo hay una salita de primeros auxilios que no tiene guardia nocturna y en caso de lluvia se hace difícil trasladar un enfermo hasta Lobos o hacer que alguien venga de allí. El almacén de ramos generales subsiste hasta ahora, y vende vino, gaseosas, comida, botas de todas clases, de goma, de cuero, altas, bajas. Las botas están en otro cuarto, junto a una mesa de pool. También hay unos maniquíes muy altos, con ropa. El público es variopinto: hay paisanos con su boina, botas, que esperan callados su turno. Hay gente con pantalones cortos, muchos chicos. Afuera, al reparo del sol, unas mesitas que deben ser el centro de la sociabilidad. Atiende toda la familia a toda velocidad. Con calculadora. Del almacén vamos a la casa de Raúl González que desde la calle no se ve bien, está detrás de un cerco tupido y tiene su parquecito con el pasto bien cortado. Raúl González es un hombre bajito y muy amable que se hizo su propia casa, de material. El techo es bajito, la casa tiene algo de la de Blancanieves. Todo está muy ordenado y limpio. Raúl cuenta: “Todo esto era zona de tambos cuando yo era chico, mi papá era ferroviario y cuando llovía no se podía entrar al pueblo, él se quedaba en Lobos. Yo también fui ferroviario hasta que llegó el eléctrico, a mí me gustaba la máquina a vapor. Yo le echaba la leña. ¿Ve esta foto? Acá está mi papá con el jefe de la estación, muy recto era, era inglés, tenía unas vacas al costado de la vía y mi papá se las ordeñaba. Cuando había niebla, se tiraban petardos para anunciar y papá nos daba algunos a nosotros para jugar. Mi escuela era toda de madera, una pena, la destruyeron. ¿Ve esos mosaicos de allí del piso? Eran los de la escuela. (Los mosaicos están perfectamente unidos a otra zona donde no hay, tan bien, que parece que los suelos debieran ser así.) Nosotros nos divertíamos en los bailes que se hacían en el galpón, venían los paisanos de más adentro, bailaban ranchera, polea y algún pericón. Ellos se iban del baile derecho a hacer el tambo. A esta casa la hice yo y también la de dos de mis hijos. Estos”. (Va a buscar la foto de los hijos, y guarda prolija y orgullosamente el recibo de sueldo de cuando era maquinista.) Después me muestra la foto de su mamá que está en otra habitación, tan prolija como el comedor-cocina. Toda la habitación está llena de fotos, la de la mamá carcomida por el tiempo, en sepia y las de los jóvenes en festejos, levantando copas, sentados en sillitas de jardín. La foto de la mamá, tan seria, me hace pensar que la gente antes era más seria, que su vida era más dura. Como si me adivinara el pensamiento dijo: “Pobre mamá, qué trabajadora era. ¡Cómo amasaba pan! Yo me separé hace treinta y siete años, y crié cinco hijos yo solo, todos estudiaron, son maestros, una enfermera diplomada, tienen comercio. Cuando trabajaba en el ferrocarril mi hermana me los miraba, pero usted sabe, un chico siempre se corta, o se cae, entonces yo me compré una motito así cuando bajaba del tren llegaba a casa más ligero. Cuando me jubilé hice changas de albañil, corté pasto, hice de todo”. Parece que el trabajo sienta: tiene ochenta y cinco años y está ágil y contento.

El mayor elogio que se le puede hacer a una persona en esa zona es que es trabajadora. Dicen: “¡Cómo se daba maña para todo!”. Y es que en ese poblado, aunque esté sólo a diez kilómetros de Lobos que ya es ciudad, no se puede llamar a un plomero, a un electricista para una urgencia. Hay que arreglarse, y así es como Cecilia Perkins colecciona gatos, perros y caballos, Sara Massini, dueña de la casa donde dormí, convoca a gente que sabe hacer de todo. Dice: “Yo traje de Buenos Aires a Igor, de padre ruso y madre brasileña; sabía restaurar muebles, hacer los pisos, miles de cosas. Pero tuvo un desengaño amoroso con su mujer, vivió un tiempo en la villa 31, estuvo en la calle dos años yo lo encontré comiendo en el comedor de una parroquia y me lo traje para acá, para Zapiola, vivió un tiempo, pero se ofendía mucho. Se vestía medio hipposo, le gustaba el rock y acá la gente le decía Charly, por Charly García. No sé dónde andará”. Ahora Sara no tiene más a Igor pero en cambio tiene un encargado que sabe de electricidad, de plomería, de construcción, de jardín: Lo llama Leonardo da Vinci. Leonardo da Vinci no quiso contar cosas de su vida. “Tiene sus días”, dice Sara. 

Y ahí la vida es así: una bronca es como una lluvia, como una niebla; como viene, se pasa.


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~CONSIGNA DE ESCRITURA~


“Quien conoce su aldea conoce el universo” es atribuida al gran novelista ruso León Tolstoi, autor de la famosa novela La guerra y la paz. La frase con los años se ha ido transformando y es conocida como “pinta tu aldea y pintarás el mundo”.

La autora de estas crónicas recoge testimonios de sus muchos viajes. Y sus entrevistados "pintan sus aldeas" de palabra, cuentan con sencillez y sabiduría el transcurrir de sus días.

La propuesta de hoy es: pintá tu aldea. Puede ser tu aldea de hoy o la de la infancia. Puede ser tu propia aldea o la de tus padres. Puede ser una aldea inventada, pero dotada de tal credibilidad que ningunx de nosotrxs dude de su existencia. Dale. Contá. Soltá la lengua. Te escuchamos.

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La canción de hoy: hay una que me encanta de la Bersuit, se llama "Al olor del hogar". La versión original es preciosa... la letra es de Ariel Pratt (no se la pierdan, presten atención). Y buscando el link para dejárselas aquí, encontré otra versión: la Gata Varela la "tanguea" y hace otra belleza.

Les dejo esa, la versión de la Gata 

Y como la vida es bella, les dejo la versión original de Bersuit


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LOS TEXTOS DE USTEDES


Lali
 
... Sabía, porque lo había visto antes, que el carro que me llamaba la atención era diferente a todos, con techo y puertas de los dos lados, pintado de rojo y con filetes dorados.  El mismo era tirado por un caballo al que no recuerdo, solía pasar por las mañanas. La campanita que colgaba adelante sonaba con el movimiento todo el tiempo, era un tin tin fastidioso que lo caracterizaba. Nunca le llevé el apunte a quién conducía. 
 
Supe al preguntar alguna vez que era el carro de un tipo que vendía ropa a la gente de las viñas... Como los cosechadores no podían salir de compras él les llevaba la ropa a sus lugares de trabajo, es decir... Le encontró la vuelta a su negocio. 
 
Me enteré de casualidad que el hombre del carro vivía cerca de mi casa -en el Barrio Chino- del otro lado del ferrocarril. No sé cómo ese recuerdo me vino a la memoria en estos momentos ¡Realmente el cerebro a veces sorprende con cada cosa!
 
Pasó el tiempo y llegó la época del secundario, tocándome el mismo esfuerzo que a mi hermano 10 años antes, tuvimos que cursar en los colegios de la ciudad de Mendoza, porque los programas de estudio según mi padre  -que parecía saber del tema- eran más sólidos que los nacionales; y en aquél entonces los ómnibus demoraban 45m. de ida y otro tanto de vuelta para recorrer los 18 km que nos separaban de casa y encima los horarios eran muy espaciados y los colegios estaban retirados de la terminal, por lo que tuvimos que caminar una bocha de cuadras durante todos esos años... ¡Un embole!
En esas esperas para volver a casa después del colegio junto a las ganas de dar unas vueltas por ahí cerca -si bien sabía que no lo tenía permitido- noté que un pibe de ojos muy lindos me miraba sonriente y   me cayó más que bien. Primero me aseguré que las miraditas eran para mí y efectivamente lo eran, disimulé dándole la espalda como distraída, eso surtió efecto de inmediato y lo motivó para acercarse con una excusa más que buena, me preguntó sin titubeos si aún tenía a Tony, el perrito que su padre le había regalado al mío. 
Lo recuerdo y me parece hoy que fue un león para "el encare" aunque en ese momento por mi poca edad no me lo supe manifestar así, después de un tiempo largo me di cuenta del recurso. 
 
Así fue que me enteré que era el hijo del señor del carro " tendero" el mismo que referí como colorado, con campanita molesta y el caballo.
También me contó con entusiasmo que ese año había iniciado la cursada de medicina y que estaba muy ilusionado.
A todo esto, ya me había enamorado "del turco" de sus hermosos ojos y de todo lo que lo acompañaba -quien en realidad- era árabe como la comunidad que se asentó en el barrio vecino al nuestro, a pesar de que los pobladores lo desconocíamos. También me atrapó su charla, su simpatía, sin tener idea al principio de lo que me pasaba. 
 
La cuestión importante de todo esto, fue que viajábamos de vuelta juntos dos veces por semana y para mí eso estaba buenísimo, y lo mejor es que nunca tuve que aguantar preguntas ni recomendaciones de mis viejos porque no estaban enterados. A veces nos esperábamos y caminábamos juntos hasta mi casa y luego él cruzaba las vías como lo hacía el carro de su padre.
Nunca pasó de ahí esa inocente amistad. No sé cuando desapareció, pero dejó en mí el sonido de las campanitas  que después de todo no jorobaban tanto y al final descubrí que casi las tenía olvidadas. 
Me pregunto hoy qué habrá sido del pibe aquél que estrenó mi corazón y hago votos fervientes a favor de mi decrepitud, para que no sea ninguno de los médicos añosos que me atienden por Pami.
 
 
Ro
La isla
 
Pisábamos la arena de la playita, la tierra, el camino de raíces de los árboles, las tablas de madera de los muelles, de la escalera, de la casilla. En la isla era andar siempre descalzos.
 
Llegamos a la esquina del Boca Carabelas y el Paraná, en la lancha de pasajeros que zarpa del puerto de escobar. Son pocos minutos de navegación hasta bajar en el muelle ancho del bar-almacén de Pocho. Nos reciben los perros. Andan en manadas de tres o cuatro: uno grande, el resto medianos y bajos, de pelo corto, duro, con diferentes formas de manchas y colores. Con el motor rugiente, el capitán hacía la maniobra de acercarse al muelle para amarrar, y el marinero, con un cabo grueso, la enlazaba al muelle. Nos da la mano para bajar de a uno por vez y desde el techo verde de la lancha, descarga nuestros bolsos, algunas garrafas, bebidas y las compras de mercadería que Pocho hace traer desde el continente para vender en el bar. 
Cada uno carga sus cosas. Mi papá, el bolso más grande; mi hermana y yo, nuestras mochilitas de tela con ropa y juguetes; mi mamá, a mi hermanito. Tengan cuidado con las tablas al pisar En la dirección contraria a la casilla están la casa de Angelito y el hospital. Ya lo vamos a ir a visitar, ahora vamos a la casa.
Primera vereda y ya se siente el olor al pan. Nada como el pan de la isla.  La cuadra de la panadería tiene una espaciosa mesa cuadrada ubicada en el centro del gran salón, las estanterías, los pisos, el techo, todo en maderas oscuras, le da cierto clima de abrigo, reforzado por los sonidos crujientes y cálidos de los leños del horno. Y el pan… el pan, tiene sabor a masa madre. Me parece que hay una puerta que conecta a un salón con un mostrador para despachar las facturas y el pan, pero no lo tengo tan presente, no estoy muy segura, aunque tiene sentido. Para mí, la panadería es la cuadra en donde, a veces, nos dejan jugar.
En el camino, después de la panadería, hay una especie de conventillo, una casilla con cuartos individuales de alquiler. Siempre está pintado de colores, desvencijado, ruidoso. Nunca conocemos a nadie de los que entran y salen en mallas y shorts por sus angostas puertas descascaradas.
Hola Juanita, ¿y Raúl por dónde anda?, pregunta obligada para la señora que vive con su hijo adolescente en el almacén. Ahí anda, jugando a la taba. Que tengan feliz estadía y ya saben, tengo todo lo que necesiten. La mujer se asegura la venta de los próximos días. Cruzamos un puente angosto de madera que cuelga sobre el arroyito que divide la propiedad de Juanita. Y más allá una canoa vieja y un bote atado con una cadena, sobre la tierra seca como talco.
Los camalotes amontonados con sus bulbos de aire y flores moradas se destacan sobre el marrón del río a la vera del camino.
Las dos columnas de pinos junto a la costa forman un pasadizo, una travesía. Cuidado al pisar las raíces que sobresalen. Hay que prestar mucha atención, son raíces como huesos marrones, de manos entrelazadas, conectados, sobresalidos de la tierra. En algunos huecos profundos se forman lagunas mínimas en las que queda el agua atrapada después de la bajante y en otros, el musgo que brota y decora se vuelve peligroso, resbaladizo al pisar.
Tres escalones para subir y alcanzar la superficie interminable de la explanada de material de la sociedad de fomento. Más atrás el gran salón en donde los isleños, y nosotros, vamos a festejar el carnaval. Pa, ¿me comprás un aerosol de espuma, aunque sea una, una vez? Papel picado sí, la espuma es cara. Al papel picado que viene en colores pastel amarillo, rosa y verde, apretujados en una bolsita de nylon, como se termina enseguida, lo vamos a volver a levantar del suelo. Los barcos van a llegar con banderines de colores, y todos los que no están sentados en sillas de paja, van a bailar siguiendo la música que se escucha muy fuerte, mientras los chicos corremos por todo el lugar. Pero eso va a ser durante la noche.
Un viejo hotel permanece abandonado y los vidrios sin cortinas son una invitación a curiosear. Pero lleva tanto tiempo cerrado que las ventanas tienen una película de polvo que no nos deja mirar. El muelle del hotel es el más ancho después del de Pocho, pero las tablas que quedaron están muy porosas, débiles, peligrosas. Ya no vayan a ese muelle que le faltan tablas y está podrido.
Y nuestra casa, que es también Registro Civil y la casa de Doña Trini. Es una sola casilla dividida en tres. En la casa de Doña Trini viven ella y su papá. Nos ve llegar desde la ventanita de su cocina. El viejo indio tiene todos los dientes, habla poco, está sentado en una silla en el pasillo de entrada. Levanta la mano hasta la altura del pecho para saludarnos mientras vamos subiendo los siete escalones de la escalera ancha de madera con las barandas pintadas en verde agua. Las puertas centrales, dobles, son las del registro civil, que es solo una habitación con un escritorio, un par de sillas al frente, un sillón y un mueble con biblioratos de la jueza de paz. Una vez las vi abiertas, ella sentada. Y otro día vi un casamiento, el resto del tiempo las puertas de madera clara, permanecían cerradas. Y en el ala izquierda, nuestra casilla. Afuera, en la esquina del pasillo, el filtro de cerámica para purificar el agua que traemos del río, en donde gota a gota llenan una damajuana verde. Para entrar hay dos puertas, pero siempre abrimos la de la cocina.
Me encanta el olor a la isla. Mezcla de humedad, madera y querosene. Al anochecer, la luz la da un sol de noche, la pesca es con cañas de bambú y espinel. Hay muchas camas para cuando vienen todos los primos. Desde aquí se ve la casilla de Méndez, que está más allá de la cancha de bochas y de otro puentecito de madera que cruza el arroyo en dónde pescamos anguilas.
Y en la puerta de la casa, delante de la escalera, la mesa redonda con base de cemento y tapa de madera pintada, en donde siempre, siempre, nos juntamos todos a cantar.
 
 
Martín
 
Mi infancia estuvo anclada a la calle empinada. La cuadra fue siempre muy particular, más poblada de fábricas que de casas. De un lado de la cuadra, en la esquina más alta estaban los gordos, el papá tenía un Torino, vivían en una casa grande pegada a una galpón, también grande y que era de ellos. Los hijos iban al Copello, hablaban distinto a nosotros y jugaban tenis.
Bajando, literalmente hablando, vivía una familia algo hermética y rara, un día la mamá murió, un tiempo después otra señora vino a vivir con ellos, años después murió el papá y muchos años después los chicos echaron a la que fue su mamá durante mucho tiempo porque querían vender la casa. Eso me contaron.
Luego una seguidilla de casas chicas con sus pequeñas familias, la mayoría con hijas que hacían coreografías de la Isla Bonita en la vereda, no recuerdo si saltaban la soga. 
También vivía Edgardito que siempre se caía, incluso estando con la bicicleta quieta, también se lastimaba sin haberse caído y se lastimaba la piel solo rascándose. Tenía el superpoder de ignorar el efecto del merthiolate rojo.
Mi vereda tenía algunas casas y algunas fábricas. En la esquina más alta justo en frente de los gordos estaba el taller de Bessone, creo ahora que esa familia no sabía hablar, solo se los escuchaba gritar. Tenían tres hijos, solo recuerdo al Ariel y a la Adriana. Algunas veces los visitaba Pappo. Recuerdo que el papá le pedía a uno de sus hijos el mate más caliente y Más Caliente y MÁS CALIENTE, tanto que le calentó la bombilla con el soplete, esa tarde hubo muchos gritos.
Al lado vivían los Peini que comían cinco kilos de milanesa por día, alquilaban y tenían el frente totalmente abandonado, nunca entré, pero me contaron que el interior de su casa no estaba mejor. El hijo tenía una bicicleta con una traba cromada en el medio con la que podía doblarla a la mitad, algo inútil pero llamativo para nosotros.
Mi casa estaba entre dos fábricas, una sigue haciendo las galletitas Muñoz. Quien nos visitara recordaría siempre el olor a galletitas. Yo nunca lo sentí.
La calle tan tristemente transitada fue ideal para aprender a usar la bicicleta o bajar en patineta. La velocidad al llegar a la esquina más baja era increíble y el verdín de la esquina hacía que todo valiese la pena. Podíamos jugar a la pelota sin preocupación, los autos pasaban muy rara vez, y al tenis colgando una red entre los postes, sin importar de qué lado jugaba el gordo, siempre ganaba.
Durante las mañanas y las tardes teníamos la puerta abierta, a la noche poníamos la trabita.
Suelo pasar cerca con el auto y, eventualmente, paso por esa cuadra. Ya no queda nadie viviendo ahí, pero las casas y los galpones siguen intactos.
 
 
Lauri
Viaje a la oficina
 
Parece que será un día soleado, entre el paredón del cuartel de bomberos y la fábrica   aparecen algunos rayos de sol sobre un cielo donde apenas pintan algunas nubes. Antes de salir busco la sube, las llaves, el celular, chequeo no olvidar nada, no podría volver a buscarlo. Al llegar a la esquina doblo para tomar el colectivo, se percibe el aroma de las facturas de Ramona, no es el típico olor a panadería, tiene algo especial que se flota en el aire de esquina a esquina. Al pasar por ahí, están las mismas cuatro o cinco personas haciendo cola para entrar al negocio, son los operarios de las fábricas y talleres lindantes vestidos con su típica ropa de trabajo que usan todo el año, en invierno con una campera más, en verano con camisa y pantalones arremangados.
En la otra esquina está la ruta divida en dos, como peinada con raya al medio por las nuevas paradas de colectivo, que a veces, está decorada con flores silvestres, otras con yuyos desmechados y secos y las menos con esa costra helada de los peores días del invierno. Por el lugar pasan cuatro líneas de colectivo, uno es de media distancia.
Siempre toca esperar y con la misma gente, no sé sus nombres, pero conozco a la mayoría de ellos desde hace años, el señor mayor que llega fumando, siempre saluda y acota algo del tiempo, la chica flaquita de trajecito y tacos altos, que se sienta y se maquilla, se acomoda el pelo con una hebilla que le sostiene la mayor parte. El joven tatuado con ropa deportiva con su mochila de lado y unos auriculares gigantes. Una madre acompañando a su hijo a la escuela, me muestra tiránicamente el paso del tiempo, porque vi a su hijo crecer, la vi embarazada y vi al mayor de sus hijos de la mano del pequeño, ya sin su madre para acompañarlos y con la que tenía algún tema trivial de conversación, ahora, no sé si por costumbre o respeto, el hijo mayor me saluda con una sonrisa, pero no hay conversación si yo no lo saco. El colectivo de media distancia es el que más tarda en pasar y el que más gente levanta.
Antes de las nuevas paradas, éstas estuvieron por años al costado de la ruta, era un refugio de chapa pintado con la marca de Coca Cola, y en la mayoría había un puesto de diario. En la que esperaba yo, estaba el diariero apodado “el petiso” con una voz muy particular para contar las novedades del barrio y saludar a todos por su nombre.
En el recorrido del colectivo, que ya va lleno cuando logro tomarlo, pasa por las paradas del hospital Bocalandro, la rotonda, el barrio de suboficiales, la villa un poco más allá y el Museo de José Hernandez (muchas veces pensé en bajarme o en ir un fin de semana, pero la verdad es que nunca lo visité). Algunas paradas son icónicas, con nombres de algún negocio histórico en la zona, como “La Finita” una gomería que desapareció hace muchos años y aún hoy la siguen llamando así, lo mismo el “Tiro Federal” que quedó abandonado muchísimo tiempo y hace unos años hicieron una plaza saludable y con juegos para niños. En frente el Liceo militar y la gente que lo recorre por completo para hacer su caminata matutina.
Un poco más allá el hospital Castex, indefectiblemente miro la ventana del cuarto piso donde alguna vez de chica yendo al cine, mamá me dijo ahí es la maternidad, y señalando la tercera ventana de la izquierda agregó, “ahí naciste vos”, pero inmediatamente después busco el tríptico de bochas sobre las columnas que hay a los costados de la entrada donde mi papá desmintiendo la versión materna me dijo, no es cierto, a vos te dejaron entre las luces, mientras me guiñaba el ojo. Mi boca hace una mueca, siempre, cada vez que paso, a la ida y a la vuelta.
Faltan tres paradas más, camino entre el roce de la gente pidiendo permiso hasta la puerta de atrás y toco el timbre para bajar.
 

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