
Última
vuelta
Samanta
Schweblin
del libro Pájaros en la boca
Julia
me sonríe desde el otro caballo. Cuando el animal sube, las luces le iluminan
el pelo; cuando baja, ella se toma del mástil y se arquea hacia atrás, sin
dejar de mirarme. Somos indias hermosas. En la calesita, montamos nuestros
caballos hasta el infinito, huimos de terribles amenazas y rescatamos de la
muerte a animales en peligro. Si algo sale mal, si necesitamos duplicar
nuestras fuerzas, chocamos los rubíes de nuestros anillos y una energía cósmica
nos da superpoderes. Julia estira hacia mí su mano y yo la tomo de los dedos,
apenas alcanzamos a mantenernos agarradas. Pregunta si la quiero. Digo que sí.
Pregunta si vamos a vivir juntas para siempre. Le digo que sí. Pregunta si
algún día tendremos un castillo, si va a ser inmenso y si las indias viven en
castillos así, inmensos. Le digo que sí, que por supuesto, que eso es lo que
hacen las indias hermosas. Mamá está entre la gente que espera en el banco. La
busco pero no la veo. Me abrazo a la crin dorada de mi caballo. Julia me imita
y esperamos a mamá para saludarla. La calesita gira y mamá sigue sin aparecer.
Dos hermanos nos miran desde uno de los bancos. Hay más gente también, otros
chicos con sus padres esperando el turno en la boletería. Cuando completamos
otra vuelta, el menor de los hermanos nos señala. Están sentados junto a una
mujer muy vieja, que también nos mira. Tiene un chal plateado, el pelo blanco y
la piel oscura; parece cansada. Dónde está mamá, dice Julia. Busco a mamá. El
boletero que sacude la llave no es el hombre de siempre. El carrusel se
detiene, tenemos que bajar. Los hermanos dejan su banco y vienen hacia nuestros
caballos. De todos los que hay, ellos quieren estos, y vamos a tener que
dárselos. Julia se aferra a su caballo, mira a los chicos que ya suben. Hay que
bajar, digo. Me mira asustada, quieren nuestros caballos, dice, los rubíes,
choquemos los rubíes, dice estirando su mano hacia mí. Pienso en darle el
gusto, pero los hermanos se trepan y me preocupa no ver a mamá. El mayor se
acerca y le da dos palmadas al morro de mi caballo. El otro le hace un gesto a
Julia para que se baje. Ella tiene los cachetes inflados y colorados, parece
que está por llorar. Acaricio la piel cálida, fuerte, de mi caballo. Apenas
alcanzo a bajar y siento al chico tomar con fuerza la montura y subirse.
Taconea y grita, trata al caballo como a un animal de guerra. La calesita
empieza a moverse y descubro que Julia ya no está en su caballo ni cerca de mí.
Tengo que bajar, pero no la encuentro. Tampoco a mamá. La abuela de los
hermanos camina hacia mí y me hace un gesto para ayudarme a saltar. Sus manos
me dan miedo. Me toma de los dedos. Está helada y es tan flaca que es como si
le tocara los huesos. La calesita sigue girando. Me tiro y tropezamos. Caigo al
piso de tierra y creo que ella cae conmigo. Trato de levantarme pero no puedo.
Algo pasa. Siento un dolor profundo, en todo el cuerpo, algo que se comprime, o
se aplasta, algo muy delicado. Los brazos y las piernas tardan en responderme,
se mueven lento, ya no soportan su propio peso. Siento frío y, con esfuerzo,
apenas logro girar para volverme hacia la calesita. Entonces los hermanos
aparecen por la derecha, dos soldados erguidos sobre los corceles. Cuando el
mayor me ve me señala asustado y enseguida empiezan a bajar. Algunos padres se
acercan y me ayudan a incorporarme. Les cuesta levantarme, me mueven con
cuidado. Entre varios me acompañan hasta un banco. El mayor de los hermanos me
acaricia el pelo y acomoda sobre mis hombros un chal, el menor se sienta a mi
lado y me mira asustado. Descubro el anillo, el rubí brillante en mi piel vieja
y oscura, y me quedo así, inmóvil, los dedos sobre los huesos de las rodillas,
atenta al movimiento de los caballos vacíos. Que suben y bajan. Suben y bajan.
Y detrás, infinitas, las praderas verdes que me separan del castillo.
~~~~~~~~~~~~~~~~~~~~
CONSIGNA DE ESCRITURA
Vamos a trabajar con una anécdota personal, de infancia, real o inventada (ya a esta altura, no haría falta aclarar...). Van a narrar con total naturalidad y en algún momento de esa narración van a introducir un hecho extraño, raro, sobrenatural. Acudan a su imaginación pero también a la memoria: cuando yo era chica e iba a la plaza del ombú, en Santos Lugares, había unas luces redondas, refulgentes, blanquísimas. Yo les decía (para adentro, of course, primera vez que lo cuento) "las hijas de la luna" y me imaginaba que un día se iban con su mamá (la luna) o que ella, la luna (su mamá) bajaba a buscarlas. Puedo imaginar ahora la filita de lunas bebé, agarradas de un hilo de luz prestada, flotando flotando flotando hasta llegar al abrazo lunar, dejando toda, toda la plaza a oscuras.Mar~~~~~~~~~~~~~~~~~~
Se las dejo por AQUÍ
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La casa del abuelo
Nuestros primos de Rojas andaban en sus autos y el sulky, para ellos formaba parte del paisaje. Pero para nosotros, pasear en él, siempre resultaba asombroso. Tratábamos de no perdernos ningún detalle, en cuanto a los progresos del pueblo. Pero, el disfrute del trayecto entre la estación y la casa del abuelo se enfocaba en ese animal tan especial, que solo veíamos una vez al año.
La casa del abuelo estaba alejada de la ciudad (con los años descubrí que ahí había nacido el escritor Ernesto Sábato). Recuerdo que el terreno era alargado y la vivienda estaba construida en la parte de adelante, al fondo se encontraba el baño, la bomba de agua y más atrás había dos higueras enormes. Los higos maduraban tan rápido, que el abuelo nos hacía comerlos todos para no desperdiciar nada, porque él nos hablaba siempre de la guerra y sabía muy bien del valor de la comida, cuando dentro de la trinchera, apenas comía cáscara de papa.
A mi papá le gustaba mucho pescar y cuando ya íbamos en auto de vacaciones, nos llevaba a el río del puente viejo. Entre las dos cosas que yo detestaba, estaba la pesca, la otra era jugar a las cartas: el chinchón y la escoba de quince, pero esta última era menos aburrida, porque la compartía con el abuelo. Entre carta y carta, él siempre tenía una historia, que repetía como nueva, con esa memoria que se desvanecía con sus años.
En aquel barrio, el del abuelo, todos se conocían. A la vuelta de la esquina, vivía la curandera, la señora que preparaba pastelitos de hojaldre y más allá de esa cuadra había un paredón. A ese lugar le temíamos mucho debido a las lloronas, a las que describían como mujeres vestidas de negro, ojerosas y que aparecían siempre de noche. Además, se decía que sus gritos podían llegar a escucharse hasta el centro del pueblo. Mis primos, mi hermana y yo creíamos en esas cosas, como creíamos en todo lo que se nos narraba.
Una noche, cuando los adultos dormían, mi prima me pidió que la acompañara al baño porque estaba muerta de miedo, ya que, sumado a las historias de las lloronas se agregaban la de encadenados, la de la luz mala en el campo y apariciones, las cuales los grandes contaban durante las sobremesas nocturnas. Para salir de la enorme pieza, teníamos que pasar por la cocina, luego cruzar el lavadero donde se encontraba la puerta que daba al patio. Mi prima me tomó muy fuerte de la mano y agarró el manojo de llaves y luego abrió las dos puertas y no tuve tiempo de arrepentirme o tal vez no quise. Corrimos hasta la esquina, cuya precaria iluminación, junto con esas veredas desparejas de ladrillos, nos hizo tropezar y caer al suelo. Todo se veía oscuro, pero al árbol, por lo menos, yo lo vi bien, era un sauce vestido de negro, que con sus lágrimas intensas nos bañó y nos hizo temblar de frío en pleno verano.
Abro la puerta del lavadero y empiezo a subir las escaleras. Hay un montón de escalones, pero no me importa, porque ahí arriba está mi caja azul.
Entro a la pieza y la veo, al lado de la casita de Barbie. Antes de abrir la caja, le paso mis uñas arriba y abajo, me gusta el trrrr que hacen con las onditas que tiene la tapa medio transparente.
Sonrío cuando levanto la tapa, esa caja es el paraíso. Mis juguetes favoritos están ahí, todos los de las colecciones de McDonald's, de los huevos Kinder y los chocolatines Jack, y otros que me regalaron. A veces esa caja se pierde, a veces aparece durante un tiempo.
Agarro el pato Donald explorador y el Power Ranger azul que no le devolví a mi primo. Ahí están Buzz Lightyear y Woody. El caballo Tiro al blanco y la vaquera Jessie también vienen. Creo que voy a jugar con los de Toy Story.
–¡Karina! –escucho a mi mamá que me llama.
–Estoy arriba –contesto.
La escucho subir las escaleras. Que ella prenda la luz, mejor así no corto la historia.
Entra a la habitación y cuando levanto la cabeza me parece verla gigante. Debe hacer un montón de tiempo que estoy acá.
Mamá pregunta por mí otra vez.
–¿No me ves? –le respondo, pensando que me está cargando.
Se agacha y empieza a juntar los juguetes que están todos desparramados. Veo que su mano se acerca a mí y se hace cada vez más grande, como si me fuera a atrapar. Le grito que soy yo, Karina, pero ella solo envuelve con sus dedos fríos y me pone al lado del Pato Donald.
Después de dejar al Power Ranger azul, cierra la tapa de la caja y todo se vuelve un poco más oscuro.
La gran tormenta
La luna se esforzaba por asomar rodeando de luz aquellos nubarrones. Todo ese espectáculo, ejercía sobre mí una gran fascinación, a la vez que el miedo se apoderaba de mi ser. Mi madre descubrió mis temores reflejados en la ventana. Se acerco, acarició mi pelo con dulzura y abrazándome me dijo:
_No hay que tener miedo. Cerca tenemos un pararrayos, nada malo puede ocurrir.
Se alejó para continuar con la cena. La seguí con la mirada. Cuando volví a la noche empañada por mi aliento, la luna se había cansado de jugar. Las nubes no dejaban encontrarla haciendo más densa la oscuridad.
De pronto, el cielo se iluminó detrás de las nubes y un estruendo amenazador hizo temblar los vidrios obligándome a saltar hacia atrás. Sin embargo, el hechizo continuaba y no podía dejar de mirar esas luces que parecían encenderse al compás de la furia del viento. Una luz atrás a la izquierda, otra a la derecha parecía contestar; y mientras mis ojos cada vez más abiertos y sin pestañear seguían las luces aquí y allá, me aferraba al marco de la ventana ante cada estallido, para no perder detalle.
De pronto, un haz de luz intensa se apoderó del centro de la escena y su fulgor permaneció suspendido en el aire. Parecía que un sinfín de chispas estallaban en su interior. El tiempo se detuvo. ¿Fue sólo un momento? ¿Fueron minutos? Parecieron horas, hasta que la luz se esfumó dejando una estela que se perdió entre las nubes.
Y la luna apareció.
El jardín
ahora es como Buenos Aires
y su partitura de nostálgicas falanges:
una tempestad sin olas ni remos,
una tempestad de agua dulce
que voló la ropa.
Dentro de la casa,
las hojas de un libro
también vuelan.
Son pájaros de papel
que van al encuentro de los girasoles.
No es el viento,
son las palabras
quienes los sustentan.
Fueron los silenciosos pétalos de un suspiro
que los impulsaron,
no la brisa.
Yo sigo las huellas del café
en la profundidad del aire.
Dentro de la lluvia,
una casa.
Dentro de la casa
la lluvia
traspasa todo
lo que no se ve.
El barrilete
Salíamos a jugar como cada tarde después de la escuela. Él
con su barrilete, yo con mi bicicleta, la plaza era nueva en el barrio,
nosotros también. De las pocas casas que había alrededor, la mayoría estaban en
construcción. Para suerte nuestra, la escuela estaba lejos y como había pocos
chicos en el barrio esa plaza era toda para nosotros, la mala era que solo
había un par de subibajas, el resto de los juegos no habían sido instalados
todavía. No nos preocupaba mucho, igual nos gustaba ir porque éramos los dueños
del lugar, cuando aparecía alguna nena o nene con su mamá, se nos acercaban
para pedirnos permiso para jugar, tanto mi primo como yo nos mirábamos,
hacíamos que nos consultábamos con la mirada hasta aprobar el pedido. Cuando
venía alguien con una pelota de futbol y nos invitaba a jugar hacíamos la misma
puesta en escena, aunque nos moríamos por salir corriendo a patear la pelota.
Esa tarde mientras yo pedaleaba alrededor de la montaña de
arena y canto rodado en el centro de la plaza, miraba cada tanto a mi primo y a
su barrilete allá en lo alto confundido entre las nubes. Él se sentaba en el
pasto, agarrando bien fuerte el hilo ovillado en forma de infinito alrededor de
un pedacito de rama seca, atento al recorrido desde la ramita al cometa. Freno
con la bici, la apoyo en el cartel que dice no pisar el césped y me siento a su
lado, le pregunto en que piensa, me dice "lo
escucho" ¿qué? digo sorprendida, me mira fijo y dice bajito "escucho al barrilete", largo
una carcajada, le digo que se volvió loco y me dice “shhhh escuchá” y me acerca el ovillo de hilo. Intento no reírme, le
digo que no logro escuchar nada, mi primo levanta los hombros y me dice que lo
deje solo.
Voy en busca de la bici, y en mi segunda vuelta alrededor de
los canteros, llegan unos chicos grandes, no nos piden permiso para jugar, patean
una botella que rueda por el piso, entre gritos y risas se acercan a mi primo.
Me asustan sus modos y pedaleo más rápido, escucho a uno de los pibes decirle
que el hilo del barrilete es muy fino, se burla de él. Le grito que lo dejen en
paz, mi primo se queda quieto, no hay gestos en su cara, ni siquiera está
asustado como yo. Otro de los pibes tensa el hilo entre sus dos manos y tira
fuerte hasta cortarlo, todos se ríen a carcajadas, sentí mucha bronca, mi primo
solo me miró y me dijo por lo bajo, “va a
volver”, cuando giro y miro al malhechor, estaba pálido, mientras el hilo
enroscaba su cuerpo como un matambre de los que hace mamá para las
fiestas. El barrilete en vez de caer subía
más y más, los amigos pasaron de la risa al espanto viéndolo alejarse en las
alturas remolcado por el cometa. Mis
ojos cada vez se abrían más para confirmar lo que estaban viendo. Mi primo se
acerca y me dice “tranquila, ya me dijo
que va a volver”.
Aprendí a creer
el cielo se abre
y los caminos son miles
¿Por dónde me llevarás hoy?
el miedo desaparece
con tu voz
si el aire invita
puedo soñar
alcanzo tu aura
respiro en azul
tu presencia se enreda
como un infinito
entre mis manos
te sigo en el viaje
aunque mis pies
siempre se quedan aquí.
El barrilete
(consigna6)
Abril 2025
Salíamos a jugar como
cada tarde después de la escuela. Él con su barrilete, yo con mi bicicleta, la
plaza era nueva en el barrio, nosotros también. De las pocas casas que había
alrededor, la mayoría estaban en construcción. Para suerte nuestra, la escuela
estaba lejos y como había pocos chicos en el barrio esa plaza era toda para
nosotros, la mala era que solo había un par de subibajas, el resto de los
juegos no habían sido instalados todavía. No nos preocupaba mucho, igual nos
gustaba ir porque éramos los dueños del lugar, cuando aparecía alguna nena o
nene con su mamá, se nos acercaban para pedirnos permiso para jugar, tanto mi
primo como yo nos mirábamos, hacíamos que nos consultábamos con la mirada hasta
aprobar el pedido. Cuando venía alguien con una pelota de futbol y nos invitaba
a jugar hacíamos la misma puesta en escena, aunque nos moríamos por salir
corriendo a patear la pelota.
Esa tarde mientras
yo pedaleaba alrededor de la montaña de arena y canto rodado en el centro de la
plaza, miraba cada tanto a mi primo y a su barrilete allá en lo alto confundido
entre las nubes. Él se sentaba en el pasto, agarrando bien fuerte el hilo
ovillado en forma de infinito alrededor de un pedacito de rama seca, atento al
recorrido desde la ramita al cometa. Freno con la bici, la apoyo en el cartel
que dice no pisar el césped y me siento a su lado, le pregunto en que piensa, me
dice "lo escucho" ¿qué? digo
sorprendida, me mira fijo y dice bajito "escucho
al barrilete", largo una carcajada, le digo que se volvió loco y me
dice “shhhh escuchá” y me acerca el
ovillo de hilo. Intento no reírme, le digo que no logro escuchar nada, mi primo
levanta los hombros y me dice que lo deje solo.
Voy en busca de la
bici, y en mi segunda vuelta alrededor de los canteros, llegan unos chicos
grandes, no nos piden permiso para jugar, patean una botella que rueda por el
piso, entre gritos y risas se acercan a mi primo. Me asustan sus modos y
pedaleo más rápido, escucho a uno de los pibes decirle que el hilo del
barrilete es muy fino, se burla de él. Le grito que lo dejen en paz, mi primo
se queda quieto, no hay gestos en su cara, ni siquiera está asustado como yo. Otro
de los pibes tensa el hilo entre sus dos manos y tira fuerte hasta cortarlo,
todos se ríen a carcajadas, siento mucha bronca, mi primo solo me mira y me dice
por lo bajo, “va a volver”, cuando giro
y miro al malhechor, está pálido, mientras el hilo enrosca su cuerpo como un
matambre de los que hace mamá para las fiestas.
El barrilete en vez de caer sube más y más, los amigos pasan de la risa
al espanto viéndolo alejarse en las alturas remolcado por el cometa. Mis ojos cada vez se abren más para confirmar
lo que están viendo. Mi primo se acerca y me dice “tranquila, ya me dijo que va a volver”.
Aprendí a creer
el cielo se abre
y los caminos son
miles
¿Por dónde me
llevarás hoy?
el miedo
desaparece
con tu voz
si el aire invita
puedo soñar
alcanzo tu aura
respiro en azul
tu presencia se
enreda
como un infinito
entre mis manos
te sigo en el
viaje
aunque mis pies
siempre se quedan
aquí.
Adri
El diablo en el ropero
Lo peor es que yo mismo lo pedí, sí, aunque parezca mentira, cuando estaba en preescolar casi todos mis compañeros tenían hermanos y a mí se me antojó tener uno también. Cuando papá y mamá me dijeron que un bebé estaba en la panza y que pronto nacería me sentí feliz, creo que pensé que sería como un juguete y también sentí que me estaban dando el gusto. Después supimos que sería una nena, yo le besaba la panza a mamá y hasta soñaba que jugaba con la beba. Pero cuando nació y la vi, toda rosada tomando la teta, me empezó a agarrar una bronca que no entendía, pero me daba ganas de portarme mal. Para colmo la pibita crecía y hacía cosas graciosas que todo el mundo festejaba. A mí me daba mucha risa cuando yo le hacía gestos y ella se reía a carcajadas, con esa risa linda que tienen los bebés. Hasta me parecía que, en esos momentos, un poquito la quería.
Y como si fuera poco antes de que la nena cumpliera tres años, esos dos vinieron con la noticia que ¡otra vez! estábamos esperando un hermanito. ¿Quéeeeee? ¡yo pedí UN hermano, no varios! Esta vez no le tenía ni un poco de simpatía a la panza que crecía sin parar, y para completar la tragedia sería un varón. Todo pasó muy rápido, cuando me di cuenta mamá ya tenía a ese monito peludo en brazos. Desde ese día para mí todo se trataba de hacer lo posible para molestar mucho a esos pibitos usurpadores.
Los tres dormíamos en la misma pieza, yo en mi cama y ellos dos en una de esas que llaman marineras, la nena arriba y el monito abajo. Era tan miedoso que era fácil hacerlo cagar en las patas, por eso yo siempre inventaba historias de terror que les contaba antes de dormir, y casi siempre el chiquito terminaba llorando o gritando, entonces mamá lo retaba y yo me tapaba con la sabana y me hacía el dormido mientras me reía bajito.
Una noche estaba en mi misión de tortura y empecé a decir que en el ropero vivía un diablo, que salía cuando nosotros dormíamos, pero que esa noche, yo lo sabía porque hablaba con él, iba a salir antes. Cuando yo terminara de contar hasta tres, el diablo del ropero se asomaría por la puerta de arriba, la de la baulera. Y me puse a contar: uno… dos…cuando dije tres la puerta de la baulera se abrió despacio haciendo un ruido terrorífico de bisagra oxidada, igual que en las películas de miedo. Los tres nos levantamos gritando desaforados, agarré al chiquito en upa y corrimos a la pieza de mamá, que se despertó asustada y se enojó tanto que me asusté más. Cuando ella se calmó y nos tranquilizó a nosotros, fuimos a nuestra pieza todos en fila atrás de mami, agarrándonos de las manos y tapándonos los ojos, para ver qué era lo que daba tanto miedo. Claro que no había nada, aunque cuando mamá apagó la luz y se fue a la cama, me pareció ver unos ojos rojos mirándome desde el ropero.
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